Kazimir Malévich. Suprematismo, 1915-1916. © Museo Regional de Arte de Krasnodar |
A principios del siglo XX Rusia se consolida como uno de los
centros de la vanguardia artística: de allí surgen algunas de las propuestas
más radicales y revolucionarias del arte y el diseño modernos. Numerosos
creadores originarios del país viajan a Francia y Alemania en las primeras
décadas del siglo, donde entran en contacto con los movimientos culturales más
avanzados e incluso integran algunos de los grupos que articulan los primeros
movimientos de ruptura con el arte del pasado. A ello incorporan un bagaje que
impacta en Europa occidental: la tradición de los iconos ortodoxos y un interés
por los temas rurales. En ese contexto, es también destacable el papel osado de
algunos coleccionistas rusos, que cumplieron un papel clave al adquirir
numerosas obras vanguardistas en las galerías de París y fomentar así la
difusión de ese arte nuevo en las capitales rusas.
Marc Chagall. Autorretrato delante de la casa, 1914. © Archives Marc et Ida Chagall, Paris |
La exposición tiene como figuras de referencia a MarcChagall y Kazimir Malévich, en la medida en que representan dos polos en las
innovaciones de la vanguardia pictórica: el caso de Chagall más poético y
narrativo, que abre el camino al surrealismo; el de Malévich más radical y
tendente a la abstracción geométrica. Entre ambos se despliega la obra de otros
veintisiete artistas que trabajan la pintura y la escultura al tiempo que
contestan los principios fundamentales de esas artes. Se trata, entre otros, de
Natalia Goncharova, Liubov Popova, El Lisitski, Vassily Kandinsky o Alexandr
Ródchenko, entre otros, así como de una selección de artistas responsables de
la renovación del campo del diseño gráfico y el libro de artista, que vive un
extraordinario desarrollo en esas décadas de fervor creativo y compromiso
político. En el elenco de creadores es destacable la presencia de una
importante nómina de mujeres artistas, cuyo trabajo resultó fundamental en el
desarrollo de las vanguardias rusas previo y posterior a la Revolución de
Octubre, en una experiencia de feminización de las artes que tardaría años en
repetirse.
Natalia Goncharova. El velocipedista. 1913. © Museo Estatal Ruso, San Petersburgo |
Clasicismo y
Neoprimitivismo.
Bien entrada la primera década del siglo XX, destacados
artistas rusos, ucranios y de ascendencia judía dieron vida al neoprimitivismo,
movimiento nacional que combinaba un renovado interés en las formas
tradicionales del arte popular ruso con las técnicas pictóricas del
posimpresionismo, tan en boga en ese momento en París y Múnich. Aunque seguían
practicando géneros clásicos —tales como el paisaje, el desnudo, el retrato y
la naturaleza muerta—, estos artistas aplicaban a sus escenas los vivos colores
del expresionismo, así como las superficies planas y las texturas propias del
cubismo. La nueva tendencia alcanzó visibilidad gracias a la exposición La Sota
de Diamantes, organizada en diciembre de 1910 por Mijaíl Lariónov, Aristarj
Lentúlov y David Burliuk tras su expulsión de la Academia de Bellas Artes de
Moscú. Como resultado de dicha muestra, se creó una sociedad artística del
mismo nombre integrada, entre otros, por Natalia Goncharova, Piotr
Konchalovski, Iliá Mashkov y Kazimir Malévich, todos ellos interesados en
liberar a la pintura de las convenciones académicas decimonónicas.
Marc Chagall. El Paseo, 1917. © Museo Estatal Ruso, San Petersburgo |
Resulta, por tanto, coherente que, a la hora de definir los
intereses estéticos del movimiento, Alexandr Shevchenko destacara su carácter
marcadamente ruso en su publicación de 1913 Neoprimitivismo. Su teoría, sus
recursos y sus logros. En esta obra, Shevchenko ensalza objetos tradicionales
que califica de «primitivos», como iconos, tejidos orientales, carteles y lubki
—xilografías a color muy populares en los siglos XVIII y XIX—, argumentando que
a sus creadores les mueve más el impulso de generar una impresión que el deseo
de imitar a la naturaleza. Para el autor, ese enfoque no académico da lugar a obras
que transmiten fuerza e integridad creativa. En este sentido, la tarea que
Shevchenko se impuso a sí mismo y a sus contemporáneos fue la de conjugar
satisfactoriamente las innovaciones artísticas de la Europa occidental y la
herencia cultural rusa.
Kazimir Malévich. La segadora, 1912. © Museo Estatal de Arte de Astracán |
En esta sección se señala esa tensión visual entre los dos
autores que enmarcan la muestra mediante la presencia de una serie de obras de
Malévich en diálogo con otras de Marc Chagall. Mientras el primero se fija en
imágenes arquetípicas del campesinado, Chagall demuestra una personal
asimilación del lenguaje visual vanguardista del fauvismo y del cubismo
aplicado a temas locales, en su caso a las formas de vida y costumbres de las
comunidades judías en la Europa del Este. Esta estética se mantuvo en los trabajos
de Chagall de finales de la década, especialmente en los decorados que diseñó
para el Teatro Judío de Moscú. Los esbozos preparatorios para este trabajo,
cargados de alusiones a la vida judía, contienen buenas dosis de humor y
encuentran su inspiración inmediata en la vida en Vítebsk, ciudad natal del
artista, y también en fuentes literarias como la Biblia y los cuentos del
escritor judío Shólem Aléijem. Las formas geométricas de atrevidos colores
comparten el lienzo con cabras, amantes y una variedad de objetos alusivos a la
cultura judía para crear escenas que, evocando una realidad vivida, no la
replican en modo alguno; son, en este sentido, obras también emblemáticas del
giro neoprimitivista.
Cubofuturismo y
Rayonismo.
Liubov Popova. Sin título, 1915. © Colección Ekaterina & Vladimir Semenikhin |
Hacia 1912, algunos de los artistas de la vanguardia que
trabajaban dentro del imperio ruso desarrollaron un nuevo lenguaje visual que
combinaba la fragmentación y los múltiples puntos de vista del cubismo francés
con la energía y el enfoque urbano del futurismo italiano. Nació así una tendencia
híbrida: el cubofuturismo. Creadoras como Liubov Popova y Nadiezhda Udaltsova
fueron pioneras de esta síntesis creativa de estilos de la Europa occidental en
el contexto ruso. Ambas estudiaron en París con el pintor cubista Jean
Metzinger, cuyo famoso tratado Du «Cubisme», escrito junto a Albert Gleizes en
1912, se publicó en ruso al año siguiente. El texto, que circuló ampliamente en
los ambientes artísticos europeos, señalaba las principales innovaciones
cubistas, entre ellas, la combinación de múltiples puntos de vista, que
permitía la representación pictórica de la simultaneidad. También en 1913 se
publicaron traducciones al ruso de diversos tratados futuristas italianos sobre
pintura y escultura que enfatizaban la relación dinámica y de igualdad entre el
sujeto artístico y su entorno, frente a la anterior concepción del fondo como
un elemento secundario.
Natalia Goncharova. Rayonist lilies, 1913. © Galería Estatal de Bellas Artes, Perm |
El rayonismo coexistió con el cubofuturismo y compartió
muchas de sus características. De hecho, el teórico más destacado del
movimiento, Mijaíl Lariónov, resumió el estilo como una fusión del cubismo, el
futurismo y el orfismo, este último en alusión a la concepción por parte del
poeta Apollinaire de una abstracción pura, una noción que será muy influyente
en los años siguientes. Lariónov describió el rayonismo en varios textos, entre
ellos el que vio la luz en las páginas de la antología La Cola del Asno y El
Blanco, donde tilda de «estancada» y «miserable» a La Sota de Diamantes,
colectivo del que él mismo había sido miembro fundador, y celebra la pintura
rayonista como la única alternativa lógica y moderna. Para Lariónov, el
rayonismo se había liberado de las formas concretas y se basaba, por el
contrario, en los haces de luz que emanan de objetos diversos. En la pintura
rayonista, los temas y los discursos tradicionales quedan supeditados a las
cualidades de la pintura en sí misma, como el color y la textura, de modo que
llega a aproximarse a una incipiente abstracción.
Camino a la
abstracción
Vassily Kandinsky. Nublado, 1917.© Galería Estatal Tretiakov, Moscú |
Una de las aportaciones fundamentales de la vanguardia rusa
a la historia del arte moderno es la apuesta por las formas más radicales de
abstracción. En esta sección se puede comprobar cómo hay diversas vías hacia
ese arte no representativo: por un lado el expresionismo y su liberación de
formas y colores; por otro, el cubismo con su reducción geométrica de la
naturaleza. Así, mientras que Marc Chagall se encuentra a medio camino entre
las culturas francesa y rusa, Vassily Kandinsky marca el contacto entre su
origen ruso y el sustrato cultural alemán, en particular con el expresionismo.
Kandinsky, conocido como uno de los padres de la abstracción, participó en
1911, junto a Franz Marc, en la creación en Murnau del grupo Der Blaue Reiter
[El Jinete Azul]. Las innovaciones del expresionismo alemán influyeron sobremanera
en la pintura rusa, en buena medida gracias a Kandinsky, si bien los artistas
rusos no miraron, como sí hicieron los alemanes, a las tradiciones primitivas
de otras culturas, sino a las propias. En este sentido, el artista escribió, de
forma muy expresiva, sus observaciones sobre la vida en las aldeas de la
provincia de Vólogda durante uno de sus viajes de estudiante, así como la
impresión que le causaron los colores y la decoración de las isbas —casas
campesinas rusas—, de enorme influencia en su arte. Entre 1909 y 1914, la
filosofía musical y espiritual de Kandinsky le llevó cada vez más lejos, hasta
alcanzar la abstracción. Tras su vuelta a Moscú en 1914 y la Revolución de
Octubre en 1917, pinta pocas obras al óleo; entre ellas se encuentra Nublado,
que evoca, a través de las formas orgánicas y la multitud de colores, los
eventos de ese año que, para el pintor, resultaría dramático.
Liubov Popova. Arquitectura pictórica, 1916. © Colección Ekaterina & Vladimir Semenikhin |
Del otro lado, la abstracción de raíz cubista tiene su mejor
expresión en las Arquitecturas pictóricas de Liubov Popova (1916-1917), que
guardan cierta relación con la práctica del papier collé, desarrollada
ampliamente por Picasso y Braque durante la fase sintética del cubismo. Se cree
no obstante que Popova comenzó a hacer este tipo de pinturas no objetivas
después de un viaje a Samarcanda y Birsk que emprendió a finales de 1916 y
también por su profundo interés en la arquitectura. Pero lo que seguramente
provocó la transición de Popova de una pintura cubofuturista a un arte no
objetivo (es decir, abstracto) fue el suprematismo de Malévich. Tanto a Popova
como a Udaltsova, el suprematismo les ayudó a liberarse de las referencias
figurativas y a centrarse en los medios puramente pictóricos por su significado
no mimético.
Suprematismo.
«Por suprematismo entiendo la supremacía del sentimiento
puro en el arte creativo. Para el suprematista, los fenómenos visuales del
mundo objetivo carecen, en sí mismos, de sentido; lo significativo es el
sentimiento como tal, algo totalmente distinto del entorno.» Con estas palabras
—recogidas en su libro de 1927 Die Gegenstandslose Welt [El mundo no
objetivo]—, Malévich realizaba toda una declaración de intenciones respecto al
nuevo movimiento artístico que crea en 1913, «intentando desesperadamente
liberar al arte del lastre del mundo de la representación», y que desemboca
directamente en un arte no objetivo o abstracto que inspira a muchos otros
artistas, tanto contemporáneos a él como de generaciones posteriores a lo largo
del mundo que apostaron por la abstracción geométrica. Malévich había asimilado
por completo los principios del cubismo, referente imprescindible para
comprender el suprematismo, pero trató de dar un paso adelante sobre él hasta
llegar a la destilación máxima de la pintura, impulsado por la necesidad de
generar nuevos iconos que sustituyeran a aquellos que habían marcado milenios
de pintura rusa: tal es la misión que cumplió Cuadrado negro, pieza clave a la
que siguen Cruz negra y Círculo negro, que se presentan juntos a modo de
tríptico en esta sección.
Kazimir Malévich. Cuadrado negro, c. 1923. © Museo Estatal Ruso, San Petersburgo |
Cuadrado negro, símbolo de toda la obra de Malévich y de
toda una época, representa la abstracción suprema, la pintura en su grado cero,
en estado minimal: el mínimo de color (solo el negro, pues el blanco funciona
como marco), el mínimo de elementos figurativos (un cuadrado inscrito en otro
cuadrado) y el mínimo de perspectiva (de hecho, su eliminación). Representa el
nuevo espacio pictórico en el que, en lugar de brindar al espectador el acceso
a escenas recreadas o imaginadas, se le niega por completo la visión. Durante siglos,
la pintura se había sustentado sobre la idea del tratadista renacentista Leon
Battista Alberti según la cual un cuadro debía ser una ventana abierta al
mundo; en contraste con esa tradición se diría que, con el Cuadrado negro,
Malévich ha cerrado esa ventana para tender un gran telón sobre el teatro del
mundo. Y, a partir de ese cuadrado, se generan las nuevas formas para un nuevo
entorno visual: de su multiplicación surge la Cruz negra, de su giro el rotundo
Círculo negro.
En Malévich late esa idea de la pintura como muro y frontera
entre ámbitos distintos y la referencia directa a la tradición del icono
bizantino como el sustituto que condensa, a modo de recuerdo, la presencia de
lo sagrado. No en vano, la obra se expuso en la muestra Última exposición
futurista de cuadros, 0,10 (1915) en alto, sobre una esquina de la sala,
parafraseando (o quizás parodiando) el emplazamiento de los iconos en las casas
tradicionales rusas. En ese sentido, la imagen definitiva que confirma a
Cuadrado negro como el icono supremo, el último de ellos, como el cierre de un
mundo e inicio de otro, es la de su presencia en el funeral de Malévich, en
1935, instalado inclinado sobre el catafalco donde yacía el cuerpo del artista.
Constructivismo.
En 1921 se celebró en Moscú la muestra 5 × 5 = 25, así
llamada porque contribuía con cinco obras cada uno de sus cinco participantes:
Liubov Popova, Alexandr Vesnín, Alexandra Exter, Alexandr Ródchenko y Varvara
Stepánova. Con ocasión de esta muestra, los artistas constructivistas proclamaron
el rechazo a la pintura de caballete y el paso a un arte de producción, de
impulso colectivo y lejano de veleidades individuales.
Durante los años prerrevolucionarios, el constructivismo se
encontraba en un estado latente de su desarrollo estético. Los contrarrelieves
de Tatlin, seguidos de los de Baránov-Rossiné, dan una idea de la intención
constructivista de crear objetos reales que dialoguen con el espacio
circundante y que suponen una transvaloración de los valores tradicionales del
arte de la escultura: objetos que hablan por sí mismos y renuncian a la
espiritualidad del suprematismo. Jean Pougny, por ejemplo, que durante los años
diez había estado muy cercano a Malévich, se esforzará durante este período por
conciliar la estricta geometría del suprematismo con la experiencia tatliniana
de una esculto-pintura que unifique las artes en pos de lo nuevo.
Alexandr Ródchenko. Composición, 1918. © Galería Estatal de Bellas Artes, Perm |
Alexandr Ródchenko y Varvara Stepánova aparecen como los
líderes de una nueva generación. Para ellos, la pintura de caballete anterior
—hasta 1921— vendrá a ser una suerte de laboratorio experimental a partir del
cual pudieron crear nuevas formas y aplicarlas racionalmente a muebles,
vestidos, tejidos y diseños teatrales basados en una nueva concepción
arquitectónica: es, de alguna manera, la declaración de la muerte de la
pintura. Entre 1918 y 1921, Ródchenko producirá lo más relevante de su obra
constructivista pintada. Sus teorías no objetivas se plasmarán en planos y
círculos interseccionados donde el color adquiere vibraciones autónomas y vivas
en una visión cosmogónica que pronto abandonará cualquier principio espiritual
para ceñirse a requerimientos funcionales; lo que interesaba al artista en sus
pinturas tenía más que ver con la intención de crear un «monocromo», un objeto
con valor por sí mismo, carente de toda retórica.
El constructivismo es así la mejor ilustración de ese
momento inicial de erección de un nuevo modelo de estado (y de una nueva visión
del mundo) desde una perspectiva estrictamente visual y objetual que llegará a
todos los ámbitos, desde el diseño industrial al escénico, como muestran los
figurines firmados por El Lisitski presentes en la exposición.
La escuela de Matiushin.
Mijaíl Matiushin fue un compositor, violinista, teórico,
editor, pintor y profesor asociado a la llamada «escuela organicista» de la
vanguardia rusa. Al igual que para la mayor parte de artistas rusos de
vanguardia de su generación, el cubismo y el futurismo, tuvieron una gran
influencia en el pensamiento de Matiushin. A él se debe la partitura de la
ópera futurista de Alexéi Kruchónij Victoria sobre el sol, estrenada en 1913,
así como, en el mismo año, la traducción al ruso del influyente tratado de
Metzinger y Gleizes Du «Cubisme». Al igual que los cubistas, Matiushin quería
trascender la tridimensionalidad para acceder a una cuarta dimensión, algo que
desde su punto de vista solo podía conseguirse potenciando la conciencia
respecto al entorno. Para ese proyecto hacía falta un artista visionario que,
mediante la práctica de sus capacidades perceptivas, fuera capaz de reconocer
la complejidad y la simultaneidad del espacio y expresarlo de forma visible.
Mijaíl Matiushin. Movimiento en el espacio, c. 1921. © Museo Estatal Ruso, San Petersburgo |
Matiushin trabajó en un programa de ejercicios para
potenciar la percepción y lo puso en práctica junto a sus alumnos, a los que
entrenaba para combinar la visión directa y la visión periférica, y conseguir
así lo que él denominaba una «visión ampliada». A partir de ahí, pasó a
desarrollar el concepto Zorved [Ver-saber], que describía un estado que iba más
allá del proceso físico de ver e incluía aspectos fisiológicos y psicológicos
de la observación. Las teorías y enseñanzas de Matiushin le llevaron a crear
junto a sus alumnos y alumnas representaciones novedosas de la naturaleza en
dos dimensiones. Sus obras, basadas en esa peculiar forma de observación de entornos
y fenómenos naturales, funcionan esencialmente como paisajes, aunque tienen
poco que ver con las convenciones tradicionales del género y funcionan más como
el testimonio de sus investigaciones sobre la percepción humana.
Hacia una nueva
representación.
Pável Filónov. Cabeza, 1925-1926. © MOMus, Museo de Arte Moderno - Colección Costakis, Tesalónica |
A lo largo de todo el período revolucionario y tras la
creación de la Unión Soviética en 1922, diversos artistas acometieron la tarea
de crear obras de arte adecuadas a una nueva sociedad. Por su parte, a mediados
de la década de 1920, los mandatarios del Partido Comunista apostaron por el
realismo socialista, un estilo concebido para ofrecer imágenes que promovieran
una lectura fácil, inmediata y optimista de la vida soviética.
Consecuentemente, estas élites del poder empezaron a condenar las experimentaciones
de la vanguardia tildándolas de elitistas. El respaldo explícito de Stalin a la
nueva estética realista supuso que numerosos artistas se vieran sometidos a
presiones políticas para adoptar este lenguaje, en especial después de 1934,
cuando el realismo socialista cobra carta de naturaleza como base de la
política artística oficial de la Unión Soviética. Sin embargo, hasta ese año,
la experimentación creativa siguió contando con cierto margen de actuación. Las
obras realizadas por Pável Filónov y Kazimir Malévich a partir de la década de
1920 representan dos caminos distintos a la hora de intentar conciliar el
fervor revolucionario, la admiración por las tradiciones artísticas locales y
la integridad creativa aun dentro de un contexto crecientemente hostil hacia su
trabajo.
Pintor de marcada personalidad artística, Filónov vio cómo
su individualismo recibía severas críticas que, sin embargo, parecían olvidar
su compromiso con la noción del «artista-proletario». Filónov consideraba que
la misión de este artista-proletario era la de poner en práctica formas de arte
que se identificaran con su momento histórico pero que, al mismo tiempo, fueran
capaces de trascenderlo abriendo nuevas vías de investigación para el futuro. En
este sentido, su teoría artística estaba dotada de una visión amplia que
otorgaba importancia a todos los aspectos inherentes al proceso creativo: desde
las elucubraciones mentales durante la concepción del proyecto hasta el lienzo
acabado, sin olvidar su vida más allá de las manos del artista, es decir, ante
la mirada del público.
Filónov recogió sus propuestas teóricas bajo la noción de
«arte analítico», una etiqueta que tiene su más clara correspondencia visual en
sus pinturas caracterizadas por complejas tramas, a modo de mapas en los que
vuelve a aparecer, como una epifanía, la resistente imagen frontal del icono.
Kazimir Malévich. Deportistas, 1930-1931. © Museo Estatal Ruso, San Petersburgo |