lunes, 30 de mayo de 2011

José Luis Sampedro

Hace unos tres o cuatro meses una amiga me regaló un libro. O mejor dicho un librito. Su título ¡Indignaos! Su autor, Stéphane Hessel.  Uno de los doce redactores de la Declaración universal de los derechos humanos. Seguramente todo el mundo ya conoce este libro porque, por si no tenia ya suficiente relevancia, las ideas en él contenidas son las inspiradoras del movimiento 15M, origen de las iniciativas ocurridas en las ultimas semanas que han tenido como consecuencia la aparición de campamentos de protesta en las principales plazas de España, siendo la mas representativa la Puerta del Sol de Madrid. Acabo de leer que en los días que llevamos de la feria del libro en el Parque del Retiro, este librito es el más vendido.

No voy a entrar en el contenido del libro, sino en un aspecto que también me ha resultado enormemente interesante. La  edición española  ha sido prologada por José Luis Sampedro. Una figura ciertamente notable por su obra y su trayectoria personal. Es muy fácil obtener información sobre su vida (incluyendo fotografías) y sus trabajos en su página personal. A partir de esta página, he seguido buceando en la red y me he encontrado con lo que considero un pequeño tesoro. El 2 de junio de 1991, en unos pocos días hará 20 años, José Luis Sampedro tomó posesión del sillón F en la Real Academia de Lengua Española. Su discurso de ingreso, titulado Desde la frontera, que ahora he leído, me ha impresionado. Trascribo a continuación los tres últimas párrafos:

“…No hay convivencia sin tolerancia mutua, y así vuelvo a mis palabras iniciales, para rogaros tolerancia hacia el hombre que soy, humilde y fronterizo; aunque acaso no sea tanta mi humildad, puesto que vengo envaneciéndome de ella. ¿O quizás en el fondo la humildad tiene también su orgullo? «Llaneza muchacho, y no te encumbres, que toda afectación es vana», recomienda el maestro de todos por boca de maese Pedro, el del retablo. En todo caso, me sosiega saber que mis venideros pasos hacia mi última frontera los daré en vuestra compañía y al amparo de vuestro saber. Me esforzaré por no desentonar en esta Casa y, por si en alguna ocasión no lo consigo, permitidme justificarme de antemano concluyendo con una leyenda japonesa:
En un antiguo monasterio el monje jardinero llevaba varias semanas preocupado. Había anunciado su visita el abad de otro cenobio cuyo jardín era reputadísimo, e importaba no desmerecer ante sus ojos. Para eso el monje venía perfeccionando el pequeño microcosmos de su jardín, repasando las ondas de arena finísima que representaban el océano, tallando el boj delimitador, aclarando el musgo y los líquenes que envejecían la roca central, símbolo de la montaña sustentadora del cielo. La víspera de la anunciada visita su propio abad acudió a felicitarle, pero el monje se sentía inquieto ante su jardín: algo faltaba. De pronto tuvo una inspiración. Se acerco al cerezo que descollaba entre los arbustos y sacudiéndolo con cuidado logró desprender de una rama la primera hoja del otoño. La hoja osciló despacio en su caída y se convirtió en una mancha amarillenta sobre el verdor impoluto del césped. El monje sonrió: el jardín perfecto quedaba completado con la imperfección. Ahora si representaba el cosmos.
Quisiera poder desempeñar aquí, al menos, la misma función que aquella hoja. Y quisiera creer, además, que mis palabras no han disonado demasiado en la serena armonía de esta solemnidad.”

Si este pequeño fragmento engancha, si suscita la curiosidad de conocer más, satisfacerla es muy sencillo. Solo hay que seguir este enlace donde se encuentra el discurso completo. Seguro que no defrauda.  

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