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viernes, 27 de septiembre de 2019

Boldini y la pintura española a finales del siglo XIX

Giovanni Boldini. Cléo de Mérode, 1901. Colección particular

La Fundación Mapfre presenta, en sus salas del Paseo de Recoletos de Madrid, por primera vez en España la obra del pintor Giovanni Boldini (Ferrara 1842 - París 1931). Fue el más importante y prolífico de los artistas italianos que vivieron en París en la segunda mitad del siglo XIX. Para acompañar los cuadros de Boldini se han reunido también piezas de algunos de los pintores españoles que se encontraban en la capital francesa en el mismo período y que mantienen a través de su obra, un diálogo con la del ferrarés. La influencia de Mariano Fortuny y las escenas de carácter dieciochesco sobre el trabajo del italiano son una clara conexión, pero no la única: El gusto por la pintura de género con escenas amables y anecdóticas, el interés por el discurrir de la ciudad moderna, el disfrute del paisaje y, sobre todo, las ideas compartidas sobre la renovación del género del retrato son aspectos que hacen que las pinturas de uno y otros caminen de la mano en el ámbito del comienzo del siglo XX.
Giovanni Boldini. Autoritratto, 1892.
Gallerie degli Uffizi
Instalado en París desde 1871, Boldini fue conocido como uno de los primeros pintores de Montmartre, aquel barrio que se convertiría pronto en lugar de residencia de gran parte de la bohemia tanto nacional como internacional. Así queda reflejado en pinturas como Place de Clichy, lugar que también representaron artistas tan destacados como Signac, Van Gogh, Degas, Renoir, Ramón Casas o León Garrido. A pesar de coincidir en fechas con el nacimiento del impresionismo, la llegada a París del artista italiano no cambió su manera de pintar, un estilo único que mantendrá a lo largo de toda su vida, basado en la intuición del instante y el movimiento, reflejado con rápidas pinceladas, pero sin perder nunca de vista la figura y la expresión del retratado. Apodado "The Little Italian" por la alta sociedad británica, dedicó cada instante de su vida a construir su imagen profesional, pues quería vivir dignamente de su trabajo y no ser “ni siervo, ni cortesano, ni bufón, ni ser considerado un artista loco”, un planteamiento muy moderno y la antítesis de la figura del artista típico del siglo XIX. Se trata de un punto de vista que Boldini comparte con otros pintores españoles como Mariano Fortuny, Raimundo de Madrazo o Román Ribera, así como con Joaquín Sorolla o Ignacio Zuloaga.

Todos ellos reflejaron, a través de su obra y su modo de vida, una imagen de sí mismos que se aleja de la del pintor bohemio. Integrados en la sociedad parisina cosmopolita de su tiempo, trabajaron para los grandes marchantes de arte de la época como Adolphe Goupil, el francés que se encargó, entre 1827 y 1920, de transformar el poder de la imagen durante este fin de siglo a través de la venta de cuadros en pequeño y medio formato con escenas amables, a menudo pintorescas, que hacen las delicias de la burguesía, la nueva clase en alza. Además, las obras de estos artistas formaron parte de algunas de las colecciones más importantes a nivel internacional, como fue el caso de la del norteamericano William Hood Stewart, quien, tras su muerte, contaba en su inventario con piezas de pintores como Meissonier, Gèrome o Corot junto a otras de Mariano Fortuny, Raimundo de Madrazo, Martín Rico, Eduardo Zamacois, Román Ribera o Giovanni Boldini, entre muchas otras.
Eduardo Zamacois. La visita inoportuna, c. 1868. Museo de Bellas Artes de Bilbao
Si por un lado Boldini acudió a la llamada del espíritu español y el exotismo orientalista, con obras en las que las figuras aparecen vestidas con trajes folclóricos españoles o tocando una serenata con guitarras; por otra parte, también participó en la creación del “retrato-icono” propio de la Belle Époque, imponiendo en el género del retrato galante una nueva sensibilidad que también se instaló en las pinturas de importantes artistas españoles. Junto con John Singer Sargent y James Abbott McNeill Whistler, Giovanni Boldini, Joaquín Sorolla e Ignacio Zuloaga se convierten en los retratistas más importantes de la Belle Époque, creadores, en definitiva, de una extensa galería de retratos que nos permite entender la esencia de un período que llegará a su fin con la Primera Guerra Mundial.
Giovanni Baldini. Pareja en traje español con papagayos, 1873. Colección Banca Carige
A medio camino entre la tradición y la innovación, las 124 obras seleccionadas para la exposición transmiten, de forma certera, todo el espíritu de una época. El pasado no es un tiempo perdido, es un tiempo que puede ser recobrado a través de la literatura y el arte. Así lo señala MarcelProust en El tiempo recobrado, último volumen de En busca del tiempo perdido. Así lo muestran también las pinturas que aquí se reúnen. Las obras de Giovanni Boldini junto con las de Mariano Fortuny, Eduardo Zamacois o Raimundo de Madrazo, por citar solo algunos nombres, expresan un tiempo que «ya fue» pero que, sin embargo, nos resulta tremendamente familiar, quizá porque más que una «circunstancia concreta» reflejan el espíritu de toda una época. 

La muestra se articula en seis secciones, descritas a continuación.

BOLDINI EN FLORENCIA: LA INVENCIÓN DEL RETRATO MACCHIAIOLO (1864-1870)

Giovanni Boldini. Mary Donegani, 1869. 
Istituto Matteucci, Viareggio

Durante su estancia en Florencia, entre 1864 y 1870, Giovanni Boldini frecuenta el Caffè Doney, lugar de tertulia de artistas donde el ferrarés coincide con la alta burguesía y la nobleza internacional. A través de estas pinturas, que tratan de superar las convenciones del pasado y resaltar la naturalidad del modelo, el retratado es capaz de afirmar su posición social. En el café, el pintor ferrarés conoce a quien se convertirá en buen amigo y mecenas: Cristiano Banti, joven pintor del grupo de los macchiaioli, un conjunto de artistas que practican una pintura del vero (lo verdadero, lo real) mediante pinceladas ágiles y sutiles, capaces de subvertir las reglas del género y de dotar a sus figuras de una frescura renovada y unas intensas cualidades expresivas. Durante este período, Boldini trabaja junto con este grupo de artistas y participa en la renovación del género del retrato. En Autorretrato mientras observa un cuadro o en el retrato de Mary Donegani, podemos apreciar el estudio psicológico de los modelos, no menos que la exuberancia de un temperamento pictórico que adelanta la idea de movimiento y fugacidad, características propias de las pinturas de su último período.
Siguiendo la estela velazqueña, así como la de la retratística holandesa de los siglos XVII y XVIII y con la pintura de Édouard Manet presente, Boldini realiza el retrato de Esteban José Andrés de Saravalle de Assereto, El general español, personaje muy próximo a Isabella Falconer, una de las más conocidas protectoras del pintor ferrarés. También comienza a apreciarse la influencia de Mariano Fortuny en obras como Paje jugando con un lebrel, que recoge el preciosismo y el gusto decorativo de la pintura fortuniana, a través de esta figura joven, de género ambiguo, que se cree puede ser el retrato de Alaide, la hija adolescente de Banti.

LA PRIMERA MANERA FRANCESA DE BOLDINI (1871-1879)

Giovanni Boldini. Sulla pachina al Bois, 1872
Colección particular
A su llegada a París, en 1871, Giovanni Boldini abandona durante casi una década el retrato para dedicarse con éxito al cuadro «a la moda». Una de sus modelos preferidas, retratada en distintos contextos de la vida urbana, fue Berthe, su amante durante diez años. Esta joven encarnaba una belleza peculiar, a medio camino entre la picardía, la sensualidad y el recato. Berthe se convirtió en un pequeño icono de la burguesía parisiense, expresión del bienestar alcanzado por algunas capas de la sociedad durante la Tercera República. En estos pequeños cuadros, ya sea con ropajes dieciochescos (un gusto vintage en la pintura de la época) o con indumentaria contemporánea, los protagonistas se mueven a veces por regios jardines — En el parque de Versalles— o por interiores de ricas y suntuosas estancias —El elegante o En el banco del Bois—. Esta última escena recoge a Berthe sentada en un banco del parque con una belleza tierna e inocente, desmentida por el gesto de la boca, entreabierta, que delata una falsa inocencia y que alude, sin duda, a un íntimo escarceo amoroso.
La artificiosa sencillez de las escenas de Boldini le lleva también a abordar el cuadro de género de carácter exótico, tan popular en la Francia de este período, donde «lo español» forma parte de ese exotismo, tal y como se aprecia en Pareja en traje español con papagayos o en Indolencia. Por otra parte, Place Clichy, una de las obras que adquiere el influyente coleccionista William H. Stewart, muestra con abundancia de detalles la plaza parisina, confiriendo a la obra una dimensión de «fresco» de la vida moderna. En este sentido, se relaciona con Conversación en el café, donde dos señoras elegantemente vestidas y captadas con tonalidades grises y negras —Berthe y la condesa Gabrielle de Rasty— alejan ya al pintor de su primer período parisino y anuncian los retratos por los que el artista ferrarés será más conocido en este fin de siècle.
Giovanni Boldini. Place Clichy, 1874. Colección particular

ECOS DE BOLDINI EN LA PINTURA ESPAÑOLA DE FIN DE SIGLO

Durante la segunda mitad del s. XIX, un número considerable de artistas extranjeros se congregaron en París considerada entonces epicentro cultural. Los pintores que, como Eduardo Zamacois, Raimundo de Madrazo o Mariano Fortuny llegaban a la capital francesa, lo hacía con la intención de completar su formación y participar de este laboratorio cultural en el que se había convertido la ciudad. Pronto comenzaron a ser conocidos por sus pequeños cuadros o tableautins que hacían las delicias de la burguesía. Proliferaron las pinturas de carácter costumbrista, en las que predominan las escenas ambientadas en los siglos XVII y XVIII —La elección de la modelo, de Fortuny- así como las escenas de interior —Ensueño durante el baile, de Egusquiza—, las de carácter popular y anecdótico —Eduardo Zamacois en Regreso al convento y Bufón sentado-, o de divertimento, como Salida del baile de Máscaras de Raimundo de Madrazo y La salida del baile, de Román Ribera.
Mariano Fortuny. Playa de Portici, 1874. Meadows Museum, SMU, Dallas
Junto a este tipo de representaciones, son cada vez más populares los paisajes y las escenas al aire libre. En Playa de Portici, sin duda el paisaje más importante de Fortuny y una de las últimas obras que realizó antes de su fallecimiento, el pintor da rienda suelta a su gusto por el color y nos presenta una pintura de plein air que le acerca a los macchiaioli y a los impresionistas a través de un “un resumen de su verano”, de forma muy libre, alejada del “encorsetamiento” al que se veía sometido cuando recibía un encargo.

BOLDINI, PINTOR DE LA VIDA MODERNA (1880-1890)

La perspicacia de Giovanni Boldini le permite introducir en su obra los cambios de sensibilidad de la sociedad en la que vive, de tal modo que a finales de los años 1870 se convierte en una de las figuras más importantes de entre los denominados «retratistas mundanos». En este cambio de ruta en su carrera, resulta determinante su relación con artistas más jóvenes que él, como Paul César Helleu, John Singer Sargent o Jacques-Émile Blanche, con quienes comparte una misma idea de renovación del género. No son menos relevantes los contactos con artistas españoles que, como Joaquín Sorolla, también se encuentran en la capital francesa.

Desde principios de los años 1880, Boldini retrata la ciudad de París en todo su esplendor: plazas y calles de se suceden a las terrazas de sus cafés y el tránsito de los carruajes, hasta llegar a la libertad de estilo que demuestra en pinturas como Regreso del mercado. Con este mismo espíritu, Boldini retrata figuras femeninas de medio cuerpo plenas de color, que conforman una especie de galería de rostros y tipos de la sociedad parisiense. Estos aspectos de su producción demuestran cómo se refuerzan sus vínculos personales con la colonia española activa en París, en particular con Raimundo de Madrazo, cuyos retratos de Aline Masson son sorprendentemente afines a las figuras que retrata el ferrarés; y también con Román Ribera, cuyas escenas cotidianas se han atribuido en algunos casos, hasta época reciente, al propio Boldini, dada su gran similitud estilística.
Raimundo de Madrazo. Retrato de Aline Masson, c. 1875. Museo del Prado
En 1882 el pintor italiano expone en la parisina galería Georges Petit, en la primera exposición de la Société Internationale de Peintres et Sculpteurs de la que forma parte —junto con Román Ribera, John Singer Sargent, Rogelio de Egusquiza o Julius LeBlanc Stewart—, y en 1886 se instala en la casa de Sargent en el Boulevard Berthier, sustituyendo al pintor estadounidense, que se ha marchado de París. En este espacio realiza los primeros retratos de la condesa Gabrielle de Rasty, así como los de las hermanas Concha de Ossa, que fueron definidos como el ejemplo de «femineidad suprema, irresistible, arrebatadora y al mismo tiempo ingenuamente correcta y púdica, de la auténtica señora, de la gran dama».


LOS PINTORES ESPAÑOLES Y EL RETRATO: EL ESPÍRITU DE UNA ÉPOCA

Joaquín Sorolla realizó desnudos, como Bacante en reposo, durante su etapa como pensionado en Roma e influido por la libertad de artistas como Mariano Fortuny. Este tipo de pinturas, que transmiten una sensualidad más o menos explícita, se alejan de otras que el artista realizará años más tarde, como es el caso de Desnudo de mujer, donde se hace evidente la corporeidad y la intimidad de una mujer que, sin embargo, carece ya de adjetivación. El espectador ha dejado de ser un voyeur, como sí lo es cuando contempla buena parte de los desnudos de Boldini, pues ahora la figura femenina ya no es un objeto de deseo, sino una compañera. Pero no solo cambia la forma de representar el desnudo, también ha cambiado el género del retrato. La imagen de las distintas clases sociales, y en concreto la de la clase burguesa dominante, adquiere durante el fin de siglo gran popularidad. El retrato es un modo de afirmación del retratado, que ahora, con esfuerzo, puede, si lo desea, ascender socialmente y la ciudad y sus aledaños, es el ambiente en el que se mueve.
Ramón Casas. La parisiènne, c. 1900. Museo de Montserrat. Donación Josep Sala Ardiz
En un jardín de La Granja de Segovia presentaba Joaquín Sorolla a su hija María, mientras que Ignacio Zuloaga pinta caminando, en un paraje que no somos capaces de descifrar, a la moderna doña Adela de Quintana Moreno elegantemente vestida. El artista Manuel Benedito pinta a una Cléo de Mérode casi simbolista, muy distinta a la que pintara Giovanni Boldini; y Ramón Casas nos muestra ya a la mujer sin pretextos, sin paisaje que la circunde, La parisiense está presente, eso es suficiente, es todo. Tanto Zuloaga como Sorolla se especializan en este tipo de retratos elegantes. Partiendo de la estela dejada por Velázquez, fueron —junto con John Singer Sargent, James Abbott McNeill Whistler, Antonio de la Gándara, Jacques-Émile Blanche y Giovanni Boldini— algunos de los retratistas más importantes de la Belle Époque. Todos ellos trataron de modernizar un género que, por su propia naturaleza, estaba íntimamente ligado al pasado y erigieron una galería de retratos, a medio camino entre la tradición y la innovación, que transmite de forma certera el espíritu de una sociedad, mundana, y de un mundo, decadente, que llegará a su fin con la Primera Guerra Mundial.


BOLDINI, RETRATISTA DE LA BELLE ÉPOQUE (1890-1920)

Giovanni Boldini. James Abbott McNeill Whistler, 1897.
Brooklyn Museum, Nueva York. Donación de A.Augustus Healy
En 1897, cuando Giovanni Boldini desembarca en Nueva York para exponer en la filial de la galería francesa Boussod et Valadon, en la Quinta Avenida, ya era conocido por su primera «manera francesa». El reciente regreso de John Singer Sargent al país sensibilizó al público estadounidense sobre el moderno refinamiento de la retratística europea, de la que Boldini es ya el maestro indiscutible. En su retrato de James Abbott McNeill Whistler, Boldini identifica al ya maduro pintor con el tipo de dandi cosmopolita, al que viste con un elegante traje de etiqueta oscuro y chistera. A pesar de representarlo sentado, el pintor confiere vida a la figura masculina, pues le otorga un movimiento que hace reconocible al «maestro» incluso en medio de una multitud.

Análoga es la postura de Madame Veil-Picard, que aparece sentada, con el codo colocado en el respaldo de una chaise longue y la cabeza apoyada en la mano; la silueta, elegantemente vestida de seda negra y brillante que la envuelve con sensualidad, contrasta con su «mirada de golondrina», que encuentra la complicidad del observador. Las pinceladas de Boldini, cada vez más libres y dinámicas se centran en los retratos, pero también en naturalezas muertas y en estudios de manos femeninas, como en Pensamientos, o Los rincones del taller. En el llamado Autorretrato [de Montorsoli], que Boldini donó a la Gallerie degli Uffizi en 1892, el pintor mejora sus rasgos, no demasiado atractivos, y se muestra con una fisionomía orgullosa, a la española, inspirada en Velázquez. En el cromatismo del maestro español encuentra Boldini el sustento de un arte de carácter elitista que lleva aparejada la evolución del pintor hasta el virtuosismo más extremo.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Redescubriendo el Mediterráneo


La Fundación Mapfre presenta en sus salas de Madrid Recoletos la exposición "Redescubriendo el Mediterráneo". El nacimiento del arte moderno contó, como una de sus grandes referencias, con el redescubrimiento del Mediterráneo, una vía por la que pareció encontrar un momento de energía y a la vez de sosiego, de equilibrio entre lo antiguo y lo moderno, entre la ciudad y la naturaleza, que supuso una de las etapas más brillantes de la pintura en el tránsito del siglo XIX al XX.
La exposición quiere hacer un recorrido por aquella pintura que, con sus distintas peculiaridades, convirtió, durante aquel período, el Mediterráneo en motor de renovación del arte. Un modo de reconciliar el pasado con un presente cambiante y lleno de contradicciones, en nombre de un clasicismo que se inscribe por derecho propio en la modernidad. De una manera u otra, los artistas presentes en la muestra adoptaron el Mediterráneo, sus aguas y su cultura como uno de los motivos principales de sus composiciones, marcando un momento decisivo dentro de la evolución del arte y deleitándose en un instante de armonía, de paz y de belleza en el curso de las tantas veces atormentada historia del arte moderno.

Siguiendo este hilo conductor, la muestra se abre con España, donde el litoral mediterráneo es, en ocasiones, mero espacio natural que acoge a los artistas locales en sus salidas a pintar al aire libre. Un lugar para el trabajo pero también, y sobre todo, para el placer, para el baño y los niños jugando y corriendo por la playa; es el caso de la pintura de Joaquín Sorolla, Cecilio Pla o Ignacio Pinazo. Sin embargo, nacer en el Mediterráneo también parecía proporcionar unas marcadas señas de identidad. Así lo entendió, en Cataluña, el noucentisme, con Joaquín Torres‐García y Joaquim Sunyer a la cabeza, creando incluso un ideario y una imagen nacional basada en paisajes tranquilos y equilibrados, en una vida sencilla y natural que se quería heredera de una Antigüedad inmutable.
La visión de este mundo idealizado en los artistas catalanes Joaquim Mir o Hermen Anglada Camarasa durante sus estancias en Mallorca se aproxima más, en cambio, a la de los pintores franceses. La isla se convierte en un símbolo de esa Arcadia que tanto anhelan, pero también en un espacio en el que experimentar con los colores puros, dejarse seducir por la naturaleza salvaje y exuberante, buscar la luz clara que desvela los matices más ricos, los contrastes más sugerentes. Es, y lo podemos apreciar en la sección que abre Francia, la misma experiencia de Monet a su llegada a Bordighera, como también la de Signac en Saint‐Tropez o Derain en L’Estaque, del Braque de antes del cubismo, de Renoir en Les Collettes o de Pierre Bonnard en Le Cannet.
Josep Togores. Pareja en la playa. 1922. Museo Nacional de Arte Reina Sofía.

Para los italianos, con los que continuamos el recorrido expositivo, el Mediterráneo parece más bien una idea, un concepto que preside la manera de pintar. Sea cual sea el tema, el Mediterráneo como reencuentro con el clasicismo y las propias raíces parece guiar la mano de artistas como Giorgio de Chirico, Carlo Carrà o Massimo Campligi.

Tanto la obra de Matisse como la de Picasso, con quienes se cierra la exposición, aglutinan aspectos de los pintores anteriormente citados, como si con ellos el Mediterráneo llegara a su culminación. Por un lado, la placidez que transmiten las composiciones de Matisse, con su gusto por la pintura y por la vida. Por otro, la ambivalencia de las obras de Picasso: narrativas algunas, también clásicas y primitivas a un tiempo, en ellas se muestra toda la agresividad y la melancolía del artista, de una vida. Mientras Matisse celebra la naturaleza, Picasso parece no encontrar reposo y alterna estilos, buscando, sin hallarlo, el deleite de la pintura. Y es esta la dialéctica que encontramos en el seno del clasicismo, de un lenguaje al que los artistas vuelven una y otra vez mientras se abren a la modernidad.
Salvador Dalí. Bañistas de Es Llaners, 1923.
© Salvador Dalí. Fundacion Gala-Salvador Dalí, VEGAP, Madrid 2018

La exposición, producida por Fundación MAPFRE, ha sido posible únicamente gracias al apoyo de los más de setenta prestadores que han colaborado en ella. Entre ellos destacan el Musée d'Orsay, Musée national Picasso‐Paris, el Musée Matisse Nice, el Centre Georges Pompidou, el Musée d'art moderne de la Ville de Paris, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el Kunstmuseum Winterthur, el Columbus Museum of Art o el Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto. También ha sido imprescindible la generosa y extraordinaria disposición de las colecciones particulares que han accedido a prestar obras de una calidad extraordinaria. Esta exposición forma parte del proyecto internacional Picasso‐Mediterráneo, una iniciativa del Musée national Picasso‐Paris. Este programa de exposiciones, actividades e intercambios científicos se desarrolla entre 2017 y 2019 y en él participan más de setenta instituciones internacionales. La muestra se compone por 138 obras de 41 artistas y se articula en seis secciones.

España
Desde mediados del siglo XIX, la pintura moderna española encuentra en Valencia uno de sus referentes. El realismo implicó el auge del paisajismo; comenzaron a valorarse la naturaleza y las actividades playeras junto al turismo y el veraneo, fenómenos vinculados a la nueva clase en alza, la burguesía. Ignacio Pinazo es uno de los primeros pintores que, abierto a las innovaciones, se interesa por los aspectos de la vida mediterránea, poniendo el acento tanto en su condición de paisaje como de escenario vital. Los tipos, las costumbres, el mar, la playa y las actividades a ella asociadas pueblan con pinceladas rápidas Día de fiesta, En la playa o Marina, por citar algunos ejemplos. Joaquín Sorolla fue otro de los pintores que hizo del mar el eje de toda su obra. Rocas de Jávea y el bote blanco, ¡Al agua! o Clotilde y Elena en las rocas, con su captación de la profundidad y la transparencia del agua, con sus gamas de color, celebran ese escenario de los juegos de los niños y de los baños de las mujeres. Un mar lleno de luz y alegría, un hábitat natural que podría identificarse con la descripción de la edad de oro en el Mediterráneo.
Joaquin Sorolla. La hora del baño. Colección Esther Koplowitz

Cataluña es, por su ubicación, otro de los lugares privilegiados en este redescubrimiento del Mediterráneo, en el que juega un papel central la renovación del ambiente artístico barcelonés, uno de los leitmotiv en los escritos artísticos de Eugenio d’Ors. El escritor promueve un tipo de clasicismo que encuentra en Joaquim Sunyer y Joaquín Torres‐García sus mejores representantes, con obras tan conocidas como Mediterránea y Pastoral, del primero, o los frescos que en el Palau de la Generalitat de Cataluña realiza el segundo. La figura femenina será, por otra parte, una constante en la pintura y la escultura catalana de estos años, convirtiendo la que podía ser una anécdota en la afirmación de un mito -pronto, a su vez, una convención-, y respondiendo así a lo que ya era una tradición: la identificación de mujer y naturaleza.
Joaquim Sunyer. La primavera, 1915. © Joaquim Sunyer,VEGAP, Madrid 2018

En otro enclave mediterráneo, Mallorca, la pintura de Joaquim Mir y la de Hermen Anglada Camarasa cambiaron de forma sustancial. En el caso del primero, llegó por primera vez en 1899 a la isla, donde se sintió fascinado por las zonas rocosas y escarpadas de la costa, las grutas que se abrían paso entre ellas y su extraña luz, que sugería un aspecto fantasmagórico e irreal. En Torrente de Pareis crea un mundo cósmico, casi panteísta, con la plasmación de un paisaje de tintes angustiosos, de una naturaleza que casi diríamos imaginada. En 1914, Anglada Camarasa se instala en Port de Pollença y comienza a pintar paisajes mallorquines que se acercan al sentido de pureza que caracteriza a los de Mir. Célebre por ser uno de los mayores impulsores de la modernidad en España, con una obra a medio camino entre el simbolismo y el decadentismo, Anglada realiza en Mallorca paisajes y escenas marinas dominados por la violencia del color, lo que le lleva una y otra vez a los límites de su pintura, rozando la abstracción.

Francia
El sur de Francia, que durante mucho tiempo fue una mera etapa en el camino de Roma para los artistas y los aficionados al grand tour, y que, con sus monumentos antiguos de Orange, Arlés y Nimes, ofrecía un adelanto del viaje a Italia, a partir de los años 1880 y durante varias décadas del siglo XX se convirtió en uno de los destinos preferidos por los pintores que buscaban nuevos horizontes. En París, la región Provenzal fue descubierta a través de la literatura. Los escritores viajeros que pasaron temporadas en el Midi —el mediodía o sur francés— coincidían en elogiar la belleza de la vegetación exuberante y la variedad del paisaje, según se mirase hacia el interior o hacia el mar, así como la suavidad del clima mediterráneo y su luz. Fue el caso de George Sand o de Guy de Maupassant, que en sus escritos hablaron de una naturaleza edénica, pero también de un determinado arte de vivir, e invitaban a ver el Midi, donde el tiempo parecía haberse detenido, como un destino en el que poder hallar nuevas fuentes de inspiración.
Claude Monet. Las Villas de Bordiguera 1884. Musée d´Orsay.

El tren París‐Lyon, que llegó hasta Marsella en 1856, hasta Niza en 1864 y hasta Ventimiglia en 1878, facilitó los viajes hacia el sur. Allí se creó una especie de taller a cielo abierto para varias generaciones de pintores que huyen de los embates del mundo urbano. La identificación fue tal que, cuando hoy en día hablamos de “los talleres del Midi”, asociamos los distintos lugares con los artistas que en ellos residieron: Aix‐en Provence con Cézanne, Arlés con Van Gogh, Antibes con Picasso, Niza con Matisse, Le Cannet con Bonnard o Cagnes‐sur‐Mer con Renoir.

Al hablar de Mediterráneo, hablamos de tradición; la del clasicismo, la calma y el equilibrio, el orden y la serenidad; rasgos ideales, modelos creados con el paso del tiempo. Pero con clasicismo no nos referimos solo a la Antigüedad clásica; aludimos asimismo a las fuerzas más primitivas. Así, y aunque pueda resultar paradójico, también al hablar de clasicismo hablamos de modernidad, pues se pueden hacer las obras más modernas en nombre de lo clásico.

Los talleres del Midi
En la década de 1880, tras los pasos del pintor Adolphe Monticelli, Van Gogh se instala en Arlés buscando “el sol del glorioso Midi”. Alquila una casa pintada de amarillo con la intención de convertirla en el “taller del sur” para una comunidad de artistas. Aunque este sueño no pudo hacerse realidad, fueron muchos los pintores que desde entonces acudieron a su llamada. Renoir, Monet, Signac, Braque, Derain, Dufy, Bonnard, Matisse o Picasso fueron a medirse con la luz del Midi. Se reunían todos los veranos, invitándose unos a otros. Algunos solo pasaban unos días, otros volvían a verse con regularidad y otros, como Renoir, Bonnard y Matisse, acabaron quedándose allí definitivamente. A su llegada, la mayoría de los artistas encontraban el mismo problema: ¿cómo dotar a sus obras de la mayor cantidad posible de luz? Casi todos alcanzaron esta meta arriesgándose con el color, que inundaba las composiciones. Así lo expresaba Monet desde Antibes en 1884: “Estoy asustado por los tonos que hay que emplear, temo resultar demasiado terrible y, sin embargo, me quedo muy corto”.
Después de una primera estancia en Collioure, Signac descubrió en 1892 el puertecito de Saint‐Tropez y a partir de ese momento pasó gran parte del año en la zona, dedicándose a pintar el paisaje que le rodeaba y que parecía fuera del tiempo. Allí coincidía frecuentemente con sus amigos Henri‐Edmond Cross, Théo van Rysselberghe y Louis Valtat. Más afines a su estética, los dos primeros fueron alejándose poco a poco del divisionismo, Cross para trabajar en lo que él mismo llamaba “visiones interiores”, como en Mujer joven (Estudio para “El claro del bosque”); Van Rysselberghe, para caminar hacia una mayor libertad técnica, senda en la que coincidiría con Valtat, como se observa en Fragmento de macizo de flores en un jardín de Provenza. 

Pierre Auguste Renoir. Mujer secándose. 1912-14.
Kunst Museum Wintertur.
En 1897, Signac compró La Hune, villa que se convirtió en lugar de encuentro para Matisse, Camoin, Marquet, Manguin y Bonnard. Ninguno de ellos era puntillista estricto, pero compartían el mismo interés por la luz y su relación con el color. Tanto Camoin como Manguin tomaron por costumbre pasar largos períodos en el Midi y, tras su etapa fauve, atemperaron sus composiciones para representar motivos de carácter edénico, como ejemplifican las obras de Manguin Cassis, el baño o La faunesa, transmitiendo la sensación de una felicidad al margen del tiempo. En el verano de 1905, Derain y Matisse comenzaron en Collioure a trabajar con el color brillante y puro, iniciando la aventura fauvista. Un año después, Derain se reunió con Braque y sus amigos Dufy y Friesz en L’Estaque para seguir desarrollando esta pintura, que tiene en su obra L’Estaque o en el Paisaje en L’Estaque de Braque buenos ejemplos.

A pesar de que la experiencia fauvista tuvo un desarrollo limitado en el tiempo, pues Braque y Dufy, siguiendo la estela de Cézanne, iniciaron un tipo de composiciones que darían lugar al cubismo, el uso del color siguió vivo en todos estos pintores y, sobre todo, en Friesz, que, entre fauvismo y neocezannismo, realizó una obra de carácter clásico en sus desnudos y pastorales, como es el caso de Las bañistas / Las señoritas de Marsella. Una preocupación, la del color, que no le fue ajena a Bonnard, quien en Le Cannet se dedicó incansablemente a reinterpretar el paisaje, en lienzos invadidos por el color y la materia, y en los que las ventanas y terrazas —La terraza soleada—, como lugar de conexión entre el mundo privado y el público, adquirieron cada vez mayor protagonismo.

Italia
En noviembre de 1918 nace en Roma la revista Valori Plastici, bajo la dirección de Mario Broglio y con la colaboración de Carlo Carrà, Giorgio de Chirico y Alberto Savinio. Esta publicación, si bien no tiene una línea programática, parece cuestionarse el papel del artista en el mundo contemporáneo y subraya la crisis de las vanguardias tras la Primera Guerra Mundial, al tiempo que da voz al desarrollo de nuevos lenguajes que se encuentran en una dialéctica continua entre la recuperación del pasado, y por lo tanto, del realismo, y el deseo de inscribir este discurso en el seno mismo de la modernidad. Valori Plastici promueve, así, una vuelta a lo antiguo, al mito y al clasicismo, algo que apreciamos en las barcas de Carrà, en las escenas de Campigli o en las musas y los caballos de De Chirico.
Giorgio de Chirico. Los dos caballos a la orilla del mar. 1926

Todas estas obras caminan por una senda en la que el tiempo parece haberse detenido. Campigli intensifica además esta sensación mediante la técnica que utiliza: trabaja el lienzo como si de un fresco pompeyano se tratara. Escenas que, en principio, podrían resultarnos familiares se muestran, en cambio, bajo el aspecto de lo extraño y lo inquietante. Imbuidas de melancolía, estas pinturas parecen hablarnos de la pérdida, una pérdida difícil de definir, de describir o de representar. Imágenes del alma que nos remiten al pasado, al clasicismo, recordándonos que la felicidad de la Arcadia mediterránea nunca volverá a ser la misma.

Matisse
Henri Matisse. Figure à l´ombrelle, 1905.
 Musée Matisse, Niza
Matisse se traslada a Saint‐Tropez, junto a Signac, en el verano de 1904, momento a partir del cual, y por una breve etapa, la influencia del divisionismo se hará palpable en su pintura, tal y como vemos en Figura con sombrilla. Al año siguiente llega a Collioure, tras haber presentado sus obras en el Salón parisino en el que fue bautizado jefe del que hoy conocemos como grupo fauvista. Desde 1907, el estallido fauve comienza a atenuarse en su producción, que, bajo la influencia de Cézanne, se verá protagonizada por la figura femenina.

En 1917, Matisse viaja a Niza, donde cuatro años después se instalará para el resto de su vida. Las figuras monumentales de años anteriores van quedando desplazas por una pintura de carácter más intimista. A partir de 1938, cuando ya vive en un antiguo palacio de la ciudad alta transformado en viviendas, su trabajo está dominado por la relación entre la luz y el color puro, en unión con la línea del dibujo. Una dialéctica que resuelve con los papeles recortados: como si dibujara con las tijeras, el artista recorta grandes superficies de papel previamente coloreado, técnica que traslada a las vidrieras de la capilla de los dominicos de Vence, su gran última obra, donde consigue que el color sea luz
y la luz, color.

Picasso
Tanto las tradiciones mediterráneas como la luz y la vegetación del entorno resultan estímulos imprescindibles para Picasso a la hora de crear. Cada estancia veraniega en la Costa Azul, donde acude desde los años veinte y treinta, significa para el artista un nuevo escenario y, con él, un cambio en los motivos de su trabajo. Seducido por el aislamiento de la villa y las vistas sobre la bahía de Cannes, en 1955 Picasso compra La Californie, una gran casa‐taller donde se dan cita los temas que le han ocupado hasta entonces: la representación del taller, el pintor y la modelo, la figura femenina. Durante este período trabaja también en lo que él mismo denomina “paisajes interiores”: los motivos que observa desde su ventana -los pichones- o variaciones del interior de La Californie a partir de los distintos tonos de la luz que entra por las ventanas.
Pablo Picasso. La Bahía de Cannes 1958. Museo Nacional Picasso. Paris

Cansado quizá de la afluencia turística, en septiembre de 1958 Picasso se traslada al château de Vauvenargues, ubicado en las faldas del monte Sainte‐Victoire. Solo tres años más tarde, sin embargo, marcha a Notre‐Dame‐de‐Vie, una finca en el flanco de una colina de Mougins. La casa se convierte en parte de su historia. En las paredes del comedor coloca algunas de sus obras fetiches, como si de alguna manera, en Mougins, el artista hubiera vuelto a sus raíces, cerrando así un círculo cuyo comienzo y cuyo final es el Mediterráneo.

viernes, 24 de octubre de 2014

Sorolla y Estados Unidos

Autorretrato. 1909
Museo Sorolla. Madrid
Joaquín Sorolla es uno de los más grandes nombres de la pintura española del siglo XX y creador de una de las imágenes más rotundas y exultantes de la España luminosa y mediterránea, optimista y moderna. La Fundación Mapfre presenta en estos días en Madrid una magnífica exposición que descubre al Sorolla cosmopolita que viajó a los Estados Unidos para proyectar allí el arte español. Su éxito fue absoluto y los grandes museos y coleccionistas privados estadounidenses adquirieron buena parte de las obras más destacadas y representativas de la época de plenitud del pintor.

La muestra, organizada por el Museo Meadows (Dallas), el Museo de Arte de San Diego y la Fundación Mapfre, con la contribución de la Hispanic Society of América, y el apoyo de The Meadows Foundation, reúne, por primera vez, obras de Sorolla procedentes de importantes instituciones americanas, como The Hispanic Society of America, The Metropolitan Museum of Art, Brooklyn Museum, The Morgan Library, Nueva York; Museum of Fine Arts, Boston; The Art Institute of Chicago; Philadelphia Museum of Art, Filadelfia; Mildred Lane Kemper Art Museum, Saint Louis Art Museum, San Luis; Meadows Museum, Dallas; San Diego Museum of Art y The J. Paul Getty Museum, Los Ángeles. También cuenta con el apoyo de organizaciones españolas como el Museo Sorolla, el Museo de Bellas Artes de Asturias, la Fundación Bancaja o la colección Masaveu.

Thomas Fortune Ryan. 1913
The Virginia Historical Society. Richmond. Virginia
En 1909 Sorolla ya había alcanzado todos los grandes premios y honores a los que un pintor de su época podía aspirar. Empezó entonces su aventura americana realizando su primera exposición en Nueva York, en la Hispanic Society of America. El éxito fue arrollador. Después, bajo el patrocinio de esta institución, presentó sus obras en diferentes ciudades americanas como Boston, Buffalo, San Louis y Chicago. El público americano se identificó profundamente con su optimismo y su fuerza, con su modo de ver y sentir la pintura. Fue seducido por las escenas de playa bañadas por el sol mediterráneo, los patios y jardines españoles y los elegantes retratos de Sorolla. A partir de entonces, el genial pintor realizó retratos de las personalidades más influyentes de la sociedad americana, desde la familia Morgan hasta William Howard Taft, entonces presidente de los Estados Unidos, incluyendo en la lista, como no popdia ser de otra manera, a sus dos grandes mecenas, Archer M. Huntington y Thomas Fortune Ryan.

La reina Victoria Eugenia de Battenberg con manto de armiño. 1908
Fundación Alvaro de Bazán.
Recorriendo la historia de este extraordinario triunfo, la exposición muestra una colección de 150 obras hasta ahora nunca reunidas de la etapa americana de Sorolla. Es fruto de un importante trabajo de investigación llevado a cabo sobre la actividad de Joaquín Sorolla en Estados Unidos y sobre sus exposiciones americanas. La muestra presenta por tanto al Sorolla maduro que ha alcanzado las máximas cotas de refinamiento, a la vez que profundiza en la enorme proyección internacional del artista. En opinión de Blanca Pons-Sorolla, bisnieta del artista y comisaria de la exposición, tenemos la ocasión de "seguir descubriendo ese auténtico Sorolla que está en todo, no solo en las escenas de playa. “Sorolla era un enamorado de su tierra y España le entusiasmaba, era donde pintaba a gusto", pero "siempre quiso ser un pintor internacional. Veía que el nuevo mundo estaba en ebullición y que los ricos norteamericanos querían llevar obra de pintores europeos". Siempre deseó "ser el mejor embajador de su tierra y de su país y para él era muy importante que la imagen que se diera de España fuera la auténtica, con cosas muy positivas y maravillosas".

Parte importante es la dedicada a los retratos pintados en Estados Unidos. En total, realizó por encargo 54 retratos, la mayoría de ellos pintados en sus dos viajes y de otros recibió el encargó y los ejecutó en París y Biarritz. Se trata, en su mayoría, de retratos elegantes, dentro del gusto decorativo "que condicionó en muchas ocasiones su libertad creativa", aunque los realizados en 1911 muestran una mayor libertad compositiva.  Los paisajes y jardines, en los que plasmaba una nueva imagen de España alejada de tópicos, y las escenas de mar y playa, que enamoraron a los estadounidenses, tienen también una presencia destacada en el recorrido. 

Niños a la orilla del mar. 1903
Philadelfia Museum of Art
Finalmente hay que reseñar dos maravillosas sorpresas que muestran dos facetas poco conocidas del maestro. La primera es una colección de los gouaches que pintó en 1911 desde la ventana del hotel Savoy de Nueva York, en el que estuvo alojado. La otra son los dibujos que hizo en el reverso de los menús de los restaurantes de los hoteles que visitaba. En ellos esboza las escenas captadas con los clientes de los restaurantes como protagonistas.

No cabe duda que se trata de una exposición imprescindible que, para los que no la puedan visitar y para los que, habiéndola disfrutado, quieran repasarla, dispone de un magnífico sitio web que la documenta ampliamente.