miércoles, 21 de diciembre de 2022

PICASSO / CHANEL



«Chanel es a la moda lo que Picasso es a la pintura» 

Jean Cocteau 



El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presenta la exposición Picasso / Chanel que explora la relación entre dos de los grandes creadores del siglo XX en el campo de la moda y del arte: Gabrielle Chanel (1883-1971) y Pablo Picasso (1881-1973). 


Chanel y Picasso se conocieron en la primavera de 1917 con ocasión del estreno del ballet Parade, muy probablemente a través de Misia Godebska y de Jean Cocteau, con los que Chanel entabló una duradera amistad. Ellos la introdujeron en los círculos artísticos parisinos, donde el pintor español era ya una figura reconocida. Chanel frecuentará al matrimonio Picasso cuando el artista participa activamente en los Ballets Rusos de Serguéi Diághilev




En el plano profesional, Picasso y Chanel colaboraron en dos ocasiones, junto con Cocteau en su moderna adaptación del clásico de Sófocles Antígona, en 1922, y en el ballet El tren azul (Le Train bleu) de Cocteau y Diághilev, en 1924. 

La muestra se organiza en torno a cuatro secciones presentadas en orden cronológico y que en conjunto abarcan los años entre 1908 y 1925 aproximadamente: El cubismo y el estilo Chanel; Olga Picasso; Antígona y El tren azul, donde se suceden estimulantes diálogos entre las obras vanguardistas de Picasso y los innovadores 

diseños de Chanel. 



EL CUBISMO Y EL ESTILO CHANEL 


La influencia del cubismo en la moda de la segunda década del siglo XX, y en particular en la creación de Chanel, puede desglosarse en varios aspectos. En primer lugar, el lenguaje formal geometrizado de líneas rectas y angulosas de las pinturas y esculturas cubistas se refleja en los primeros diseños de Chanel, cuya fama despunta con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Gabrielle elimina el ornamento excesivo y se decanta por la línea recta en siluetas bidimensionales en lugar de tridimensionales. Por otra parte, abraza la sobriedad, la simplicidad y lo práctico, características todas estas que casan a la perfección con el arte de vanguardia. 




En segundo lugar, la tendencia a la reducción cromática es común en ambos creadores. En el periodo del cubismo analítico, especialmente entre 1908 y 1911, Braque y Picasso cultivan la monocromía y Chanel, por su parte, manifiesta una predilección especial por el blanco, el negro y el beige. 



El collage introduce en la obra de arte un repertorio de materiales dispares, de texturas bastas o austeras, como las arpilleras. Análogamente, la modista utiliza por primera vez tejidos humildes y sencillos, como el punto de lana y el algodón y pieles poco habituales en la moda, como el conejo, el castor o la ardilla. El genio de Chanel radica, en palabras del escritor Maurice Sachs, en que inventa “lo barato-costoso, la miseria rica, la pobreza encantadora”, o lo que Paul Poiret denominó el «miserabilismo del lujo». 


En 1921 Gabrielle Chanel lanza su primer perfume, una propuesta radicalmente diferente a todo lo anterior. La fórmula contiene una cantidad de aldehídos -moléculas sintéticas de aroma- sin precedentes y combina de forma inédita y magistral hasta ochenta componentes, entre los que se incluyen aromas florales como la rosa de mayo y el jazmín de Grasse. El diseño del envase es muy sobrio: huye de la decoración recargada y fantasiosa que había sido habitual hasta entonces. A diferencia de otras fragancias del momento, el nombre no es poético ni evocador; se compone simplemente de su apellido y el número cinco -por tratarse de la muestra así identificada entre las veinte que le presentan-. La etiqueta es sencilla, blanca y rectangular, con la tipografía en negro. El frasco de CHANEL N* 5 muestra paralelismo con las botellas representadas en dos collages de Picasso de 1912, en los que el artista reduce los objetos a la mínima expresión dibujando solo los contornos. Es en la serie a la que pertenecen estos collages en la que Picasso introduce por primera vez fragmentos de papel de periódico.



OLGA PICASSO 


La primera mujer de Picasso, la bailarina rusa Olga Khokhlova (1891-1955), era una fiel clienta de Chanel. 

Picasso y Olga se conocieron en febrero de 1917 en Roma, mientras Picasso trabajaba en Parade y Olga ensayaba con la compañía de Diághilev, y se casaron un año y medio más tarde. Según Cocteau, testigo por parte del novio, el vestido de novia de Olga, cuya boda tuvo lugar en París en julio de 1918, fue un diseño de Chanel, quien muy probablemente asistió también al evento. 


En este apartado se muestran algunos de los numerosos retratos de una serena y melancólica Olga en la intimidad, pintados por Picasso al estilo clásico o ingrescoen los primeros años felices de matrimonio, en los que aparece en ocasiones vestida por Chanel. La modelo posa para el artista en su entorno privado pensativa o realizando actividades cotidianas, como leer o coser. Junto a estas representaciones, se exponen algunos de los vestidos del periodo inicial de la couturiére, de los que se conservan escasos ejemplos en instituciones y colecciones privadas internacionales. Se trata de piezas muy frágiles que tienen más de cien años pero que, sorprendentemente, todavía hoy conservan actualidad y frescura. 


La predilección de la elegante Olga por las creaciones de la casa Chanel -poseía numerosos modelos, según palabras del músico Igor Stravinsky- se refleja también en fotografías familiares de la época y en algunas películas  caseras del matrimonio junto a su hijo Paulo. 



ANTÍGONA

 

El 20 de diciembre de 1922 se estrena en el teatro L'Atelier de Montmartre Antígona, la adaptación libre y vanguardista del clásico de Sófocles realizada por Cocteau con una experimental puesta en escena dirigida por Charles Dullin. Picasso se encarga del decorado, en el que emplea tonos violetas, azules y ocres para pintar unas columnas dóricas sobre un cielo azul ultramar en una tela más grande que el escenario. Asimismo, diseña las máscaras del coro y los escudos negros de los soldados con motivos inspirados en antiguos vasos griegos. 


Cocteau le encarga a Chanel la confección del vestuario, porque según sus propias palabras “es la más grande couturiére de nuestra época y no me imagino a las hijas de Edipo mal vestidas”. Esta se inspira en la Grecia arcaica para realizar la indumentaria de gruesa lana, en tonos marrones, crudos y rojo ladrillo que armonizaba con el decorado y los accesorios y combinaba con la gama de colores que eligió Picasso. Se trata de la primera incursión de Gabrielle Chanel en un proyecto teatral, en el que trabajará de la mano de sus amigos Cocteau, Picasso y Dullin. 


Antígona fue un éxito. Picasso resolvió con brillantez la dificultad de crear un escenario íntimo con reducidos recursos teatrales. Pero la clara triunfadora fue Chanel, ya que sus soberbias creaciones fueron enormemente elogiadas por la prensa especializada.



Este proyecto coincide con la etapa clásica o de retorno al orden de Picasso, en la que pinta monumentales mujeres envueltas en túnicas blancas, semidesnudas o desnudas. Presentan una solidez en sus formas y un modelado escultural asociado al clasicismo. Sus peinados, rasgos faciales y túnicas drapeadas son también referencias a la Antiguedad. 




EL TREN AZUL  (LE TRAIN BLEU) 


En 1924 Diághilev produce El tren azul, un ballet u opereta bailada en un acto con libreto de Cocteau, coreografía de Bronislava Nijinska, música de Darius Milhaud, escenografía de Henri Laurens y vestuario de Chanel. Se estrena el 20 de junio en el gran teatro de Les Champs-Elysées de París. Los personajes principales, dos parejas de frívolos deportistas vestidos a la última moda, se divierten en la Costa Azul. Para crear el ballet, Cocteau se inspira en actividades que estaban de moda en los años veinte, como tomar el sol y los deportes, y mezcla la danza con acrobacias, pantomima y sátira. Curiosamente el Tren Azul, el expreso de lujo que unía París y la Riviera francesa, no aparece en el ballet. 



Un mes antes del estreno, Diághilev descubre en el taller de Picasso el gouache Dos mujeres corriendo por la playa (La carrera) y le insiste para que se lo deje utilizar como imagen del telón de El tren azul, que ejecuta el príncipe Alexander Schervachidze. El pintor queda entusiasmado con el resultado y se lo dedica al propio Diághilev. También acepta el encargo de ilustrar el programa de mano, para el cual dibuja la cubierta y unas bailarinas para las páginas interiores. 


En esta ocasión, Chanel crea trajes para los bailarines inspirados en modelos deportivos diseñados para ella misma y para sus clientes, siguiendo las directrices de Cocteau, que desea un vestuario a la última moda que no fuera nada teatral. Al propio Picasso ya le habían llamado la atención los sofisticados y atrevidos trajes de baño de Chanel en las playas de Biarritz durante su viaje de novios y los reproduce en la pequeña pero importante obra Las bañistas, pintada en el verano de 1918. 

En las últimas salas se presentan copias de estos trajes realizados por la Ópera de París para su producción de El tren azul en 1992, así como una grabación completa de este ballet.


Créditos imágenes:

Pablo Picasso. Las bañistas. 1918. Óleo sobre lienzo, 27x22 cm. Museé national Picasso, Paris © Sucesión Pablo Picasso, VEGAP, Madrid

Pablo Picasso. Mujer con mandolina, 1908. Óleo sobre lienzo, 100 × 80 cm. Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Düsseldorf / Walter Klein

Gabrielle Chanel. Abrigo. 1929-1930. Tercipelo de algodón. Patrimoine de CHANEL, París
© CHANEL

Pablo Picasso. Arlequín y Polichinela, 1924.Temple sobre papel, 23,7×29,5 cm. Colecciones Fundación Mapfre, Succession Pablo Picasso

Gabrielle Chanel, Conjunto, entre 1926 y 1928. Patrimoine de CHANEL, Paris. ©CHANEL

Pablo Picasso. Instrumentos de música sobre una mesa, 1914. Óleo y arena sobre lienzo. 128,5×88 cm. Musée Yves Saint Laurent, París. Christie´s France. Fondation Pierre-Bergé – Yves Saint Laurent Paris- Sucesión Pablo Picasso, VEGAP

Gabrielle Chanel. Vestido de noche, 1927-1928 Terciopelo. Colección Martin Kramer, Suiza. Draiflessen Collection, Mettingen. Fotografía Chistin Losta.

Perfume N° 5, vidrio, papel y cera, 1921, París, Patrimonio de CHANEL. © Julien T. Hamon

Pablo Picasso. Retrato de Olga con cuello de piel, 1922-1923. Fundación Almine y Bernard Ruiz-Picasso para el Arte, Madrid.
© Sucesión Pablo Picasso, VEGAP, Madrid, 2022.

Pablo Picasso. Tres mujeres en la fuente, 1921. Pastel sobre adherido a lienzo, 66×51 cm. Colección privada. Cortesía Tobias Mueller Modern Art, Zúrich. © Sucesión Pablo Picasso, VEGAP, Madrid, 2022.

Pablo Picasso. Dos mujeres corriendo en la playa, 1922. Óleo sobre aglomerado.
34x42,5 cm. Musée National Picasso. Paris.

Sasha. Le Train Bleu: Léon Woïzikovsky, Lydia Sokolova, Bronislava Nijinska and Anton Dolin, 1924. Photography. 25,4x33,3 cm. Library of Congress, Washington D.C., Music Division


miércoles, 4 de marzo de 2020

Rodín --- Giacometti

Alberto Giacometti dans le parc d’Eugène Rudier au Vésinet, posant à côté des Bourgeois de Calais de Rodin, 1950
Foto: Patricia Matisse Fondation Giacometti, París 
A pesar de estar separadas por más de una generación, las trayectorias creativas de Auguste Rodin (París, 1840 - Meudon, 1917) y Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901 - Coira, Suiza, 1966) muestran —junto a disparidades inevitables— significativos paralelismos que se desvelan por primera vez en esta exposición conjunta presentada en la sala Recoletos de Fundación MAPFRE. Además de que sus respectivas obras comparten aspectos puramente formales como pueden ser el interés en el trabajo de la materia y la acentuación del modelado, la preocupación por el pedestal y el gusto por el fragmento o la deformación, por citar solo algunos, el diálogo que se establece entre ellos va mucho más allá. Rodin es uno de los primeros escultores considerado moderno por su capacidad para reflejar —primero, a través de la expresividad del rostro y el gesto; con el paso de los años, centrándose en lo esencial— conceptos universales como angustia, dolor, inquietud, miedo o ira. Y este es un rasgo fundamental en la creación de Giacometti: sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba «los guardianes de los muertos», expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana.

Rodin accoudé à une selette à côté du monument à Victor Hugo c. 1898
Fotografía: Dornac [Pol Marsan / seudónimos de Paul Cardon]
Foto: © musée Rodin
Rodin fue el maestro indiscutible del siglo XIX; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias, muchos fueron los artistas que se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, alejado del suyo, que consideraban en muchos aspectos tradicional. El propio Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad —tal y como demuestran los numerosos dibujos copiando sus obras que hizo en los libros sobre Rodin que conservó toda su vida—, renegó durante un tiempo del maestro francés y dirigió su mirada a estos nuevos escultores, entre los que se encontraban Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens. Tras ese breve período «neocubista», el suizo se unió a las filas del surrealismo y creó composiciones complejas cargadas de contenido simbólico. Sin embargo, a partir de 1935, la figura humana volvió a ocupar el centro de su trabajo para ir definiendo la estética por la que se le identifica esencialmente, aquella que iría perfilando en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Al buscar un arte que remitiese a lo real sin renunciar a la afirmación personal de un artista moderno, Giacometti rápidamente encontró a Rodin en su camino. Ante todo, por la cuestión de la tactilidad, que había sido fundamental para el artista francés, pues, a través de ella y de la expresividad que conlleva, es capaz de representar los sentimientos y las pasiones humanas. En Giacometti, este aspecto genera una experimentación sin precedentes, que mantendrá hasta el final de su carrera. Pasos en ese propósito son gestos como el de mostrar las huellas de sus dedos en la materia, que se presenta, así como si esta estuviera viva, frente al tipo de escultura que había realizado junto con los escultores cubistas y surrealistas, de superficies extremadamente lisas. Junto a ello está la concesión de importancia al pedestal, convertido por Giacometti en parte esencial de la composición, lo que le acercó al arte del ensamblaje que practicaba Rodin. Asimismo, ambos artistas comparten una mirada a la Antigüedad clásica que desemboca en sus respectivas obras en la interpretación libre de los modelos del pasado, ya fueran completos o fragmentarios.


Alberto Giacometti travaillant dans son atelier, Paris 1955
Photo by Isaku Yanaihara/ © Suki Yanaihara/ Permission granted through Misuzu Shobo, Ltd. Tokyo
En 1922, cuando Alberto Giacometti llega a París por expreso deseo de su padre para estudiar en la Académie de la Grande Chaumière, donde enseña Antoine Bourdelle, quien fuera alumno y ayudante de Rodin, ya han pasado cinco años de la muerte del este último. Desde 1890 y, sobre todo, tras su exposición en 1900 en el Pavillon de l’Alma, Rodin fue considerado uno de los más importantes artistas del momento. En julio de 1939 se inauguraba, cuarenta años después de haber sido terminado, su Monument à Balzac [Monumento a Balzac]. Giacometti asistió a este acontecimiento no solo para poder ver un trabajo que ya debía de conocer bien, sino también para apoyar el reconocimiento de un artista que se erigía como «genio de la escultura moderna». Años después, en el paso de la década de 1940 a la de 1950, el interés de Giacometti por Rodin se reavivó, tal y como testimonian las fotografías tomadas en Le Vésinet, el parque de Rudier, quien fue fundidor tanto de uno como de otro. El artista suizo posó junto a L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y se mezcló entre los personajes del Monument des Bourgeois de Calais [Monumento a los Burgueses de Calais], pues, según sus propias palabras, se sentía «en un museo magnífico de la escultura contemporánea».

La selección de obras que forma la exposición se plantea como una constante conversación desarrollada por la obra de los dos artistas en el espacio a través de nueve secciones. Muestra cómo ambos creadores hallaron, en sus respectivas épocas, modos de aproximarse a la figura que reflejaban una visión nueva, personal pero engarzada en su tiempo: en Rodin, el del mundo anterior a la Gran Guerra; en Giacometti, el de entreguerras y el inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por el desencanto y el existencialismo. La muestra, compuesta por más de 200 piezas, se articula en nueve secciones ordenadas por conjuntos temáticos.

GRUPOS
Auguste Rodin fue uno de los primeros escultores en emprender el camino hacia lo real, pues, para él, «la belleza reside únicamente allí donde hay verdad». Para inscribir la escultura en el mundo de la realidad, compleja y variable, y no estática y congelada, Rodin desarrolla la llamada «técnica de los perfiles». En lugar de trabajar sus obras desde un solo lugar y con un punto de vista dominante, toma apuntes desde todas las perspectivas posibles moviéndose alrededor del modelo. Cuando traslada ese movimiento a la obra, no siempre es entendido. En 1885, el ayuntamiento de Calais le encargó un monumento para conmemorar la gesta de unos ciudadanos que, en 1347, tras un largo asedio sufrido por la ciudad durante la Guerra de los Cien Años, se ofrecieron como rehenes al rey Eduardo III de Inglaterra. Rodin planteó el monumento como seis figuras independientes que después ensamblaría, tratando de mantener la identidad de cada elemento, aunque sin perder la visión de conjunto. Al romper con la tradición —pues en lugar de presentar un solo personaje esculpió un grupo de seis hombres que avanzan, pero de forma individual, hacia su trágico destino—, la escultura no fue bien recibida y no sería inaugurada hasta 1895, seis años después de que el escultor la diera por terminada.
Auguste Rodin. Monument des Bourgeois de Calais, 1889 (copia moderna)
Musée Rodin, París. Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)

A finales de la década de 1940, Giacometti se interesa por la cuestión de los grupos escultóricos, debido sin duda a la influencia del Monumento a los Burgueses de Calais. Obras como La Place (Composition avec trois figures et une tête) [La plaza (Composición con tres figuras y una cabeza)], Quatre femmes sur socle [Cuatro mujeres sobre pedestal] o La Clairière [El claro], las tres de 1950, muestran cómo Giacometti traslada la idea de grupo a lo esencial. En 1932, el artista suizo ya había realizado una escultura titulada Projet pour une place [Proyecto para una plaza], que culminará años después, en 1956, a raíz del encargo del grupo escultórico de la explanada situada ante el edificio del Chase Manhattan Bank de Nueva York, concebida en origen como un grupo de tres figuras. Entre medias, estos grupos escultóricos, más pequeños, nos hablan del interés del artista a lo largo de toda su trayectoria por comprender la paradoja que supone la soledad del individuo en medio de la multitud.
Alberto Giacometti. La Clairière, 1950, Fondation Giacometti, París
Foto: Fondation Giacometti, París

ACCIDENTE
El uso creativo del accidente fue una de las mayores contribuciones de Rodin a la escultura moderna, como vemos en Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], de 1864. Partes de materia fragmentada, sucesos fortuitos en el proceso de modelado, en lugar de ser desechados y asociados al error y el fallo, se recuperan y se incorporan al proceso creativo y a la obra final otorgándole un significado distinto a la escultura. A partir de 1890, Rodin trabaja en esculturas anteriores en el tiempo y elimina ciertas partes de las mismas con el fin de acentuar su expresividad y resaltar esos accidentes. Errores del modelado y ausencia de fragmentos se hacen evidentes en Torse masculin penché en avant [Torso masculino inclinado hacia delante] (c. 1890), no menos que en la pequeña versión de La Terre, petit modèle [La Tierra, modelo pequeño] (1893-1894).

También es manifiesta la fractura en la Tête d’homme [Cabeza de hombre] (c. 1936) de Giacometti o en las hendiduras de los ojos y la «raja» que conforma la boca de la Tête de Diego [Cabeza de Diego] (1934-1941). Es como si Giacometti hubiera retomado ese aspecto que caracteriza la escultura de Rodin y reflexionara sobre él, alterando su significado o quizá otorgándole un sentido aún más pleno. La multitud de fragmentos de sus obras, que Giacometti guardaba en su taller, confirman también este gusto por el accidente en el maestro suizo, consciente de que los objetos fragmentados pueden cobrar una vida y una belleza de la que carecerían si estuvieran completos.

MODELADO Y MATERIA

Auguste Rodin. Eustache de Saint-Pierre c. 1885-1886
Foto: © agence photographique du musée Rodin - Pauline Hisbacq

Tras sus experimentaciones cubistas y su paso por el surrealismo, Giacometti, en su búsqueda de «figuras y cabezas vistas en perspectiva», va destilando cada vez más sus esculturas hasta realizar el tipo de obras por las que llegaría a ser másconocido. Sus características figuras alargadas sustituyen entonces a las piezas anteriores, de gran perfección técnica, y el trabajo de la materia y el modelado se convierten en protagonistas de sus obras. También lo eran para Rodin, que en ocasiones dejaba percibir el barro bajo el bronce, mostrando un modelado enérgico y vital que es, paradójicamente, el responsable de la expresión de la fragilidad humana. Así lo muestran esculturas como Eustache de Saint Pierre (c. 1885-1886) o los distintos ropajes que realiza para la figura de Balzac.

Alberto Giacometti Figure debout, 1958 Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020




La fragilidad fue asimismo uno de los elementos fundamentales en la visión que tuvo Giacometti de su obra. Figure debout [Figura de pie] (1958), profusamente modelada, parece desgastada, casi a punto de desaparecer, configurando una imagen que sugiere la de una existencia efímera. Lo mismo ocurre con el Petit buste de Silvio [Pequeño busto de Silvio] (1944-1955), reducido hasta «el tamaño de un alfiler», o con el Buste de Diego [Busto de Diego] (1965-1966) en yeso, en el que se aprecian no solo las huellas de los dedos de Giacometti, sino también la incisión de sus uñas marcando la superficie.



DEFORMACIÓN
La búsqueda de la expresividad en las esculturas que emprende Rodin se caracteriza por el énfasis que introduce en los rostros de sus figuras, que tienden en ocasiones a la caricatura. Modelado y ensamblado conviven con rostros que se deforman en busca del impacto expresivo, como puede verse en Tête de la Muse tragique [Cabeza de la Musa trágica] (1895) o en las diferentes versiones que realiza de Le Cri [El grito].

Alberto Giacometti Le Nez. Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
El caso de Giacometti es algo distinto, pues la deformación no nace de esa búsqueda de expresividad, o no solo. Tras la guerra, las esculturas del artista suizo tendieron a ser cada vez más alargadas y estilizadas, a veces de muy pequeño tamaño, pues, tal y como señalaba el propio escultor, ese era el modo en el que realmente veía sus motivos. En 1960 escribía: «Ya no sé quién soy, dónde estoy, ya no me veo, pienso que mi rostro debe ser percibido como una vaga masa blancuzca, débil […]. Los personajes no son más que movimiento continuo hacia el interior o hacia el exterior. Se rehacen sin parar, no tienen una verdadera consistencia, es su lado transparente. Las cabezas no son ni cubos, ni cilindros, ni esferas, ni triángulos. Son una masa en movimiento, [apariencia], forma cambiante y nunca completamente comprensible». Y es quizá esa incomprensión de la realidad la que genera esculturas como Le Nez [La nariz] (1947-1950) o Grande tête mince [Gran cabeza delgada] (1954). 

CONEXIONES CON EL PASADO

Auguste Rodin. Torse de l’Etude pour Saint Jean Baptiste, 
dit Torse de l’Homme qui marche , 1878-1879 (fundición en 1979) 
Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)


La relación de Rodin con el arte antiguo se remonta a su aprendizaje en la École Spéciale de Dessin, a sus visitas al Louvre, donde copia a los maestros, y a un viaje por Italia en 1875. En este viaje resulta fundamental su paso por Florencia, donde descubre la escultura de Miguel Ángel, y por Roma, donde contempla la estatuaria antigua. Ello tiene reflejo, por ejemplo, en los distintos torsos de hombre o en las formas de La Méditation sans bras, petit modèle [La Meditación sin brazos, modelo pequeño], que realiza en 1904 y que nos devuelve al mundo griego.






Alberto Giacometti. Femme (plate V) c. 1929. 
Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Por su parte, entre 1912 y 1913, Giacometti comenzó a copiar a Durero, Rembrandt y Van Eyck a partir de ilustraciones encontradas en los libros de su padre. Esta actividad se prolongó luego en el Louvre, donde dedicó mucho tiempo a realizar copias, sobre todo de la escultura egipcia. También viajó a Italia: en 1920 está en Venecia con su padre y queda fascinado por los colores de Tintoretto y los mosaicos de la basílica de San Marcos, y, según su testimonio, se «conmueve» con los frescos de Giotto en Padua. En el Musée de l’Homme en París conoce el arte oceánico, africano y cicládico, e integra todas estas enseñanzas en su obra. Buen ejemplo de ello son los numerosos dibujos en los que copia muestras de estas manifestaciones culturales. El artista suizo recordaba así esta fusión: «Surge ante mí todo el arte del pasado, de todas las épocas, de todas las civilizaciones; todo se vuelve simultáneo, como si el espacio hubiese ocupado el lugar del tiempo».



SERIES
Tanto en Rodin como en Giacometti, el proceso de repetición de un mismo motivo es una práctica habitual. Por un lado, se trata de un modo de penetrar más en el estudio del modelo representado y en su psicología; por otro, la repetición les permite ir transformando la obra, que parecen resistirse a dar por finalizada. En ese proceso, también se transforma el significado de la obra final, que, partiendo de la anécdota, suele acabar respondiendo a aspectos universales de la existencia. Es quizá esta novedad en el proceso escultórico, la de no dar el trabajo nunca por acabado, uno de los aspectos que más interesan a Giacometti de Rodin. El artista suizo, en 1957, señalaba al respecto: «Ninguna escultura destrona a otra. Una escultura no es un objeto, es una pregunta, una cuestión, una respuesta. No puede ser acabada ni perfecta. El problema no se plantea siquiera. Para Miguel Ángel, con la Pietà Rondanini, su última escultura, todo vuelve a empezar. Y durante mil años Miguel Ángel habría podido esculpir Piedades sin repetirse, sin volver atrás, sin acabar nunca nada, yendo siempre más lejos. Rodin también». Para sus retratos de Balzac o Victor Hugo, no menos que para los de su compañera Camille Claudel, Rodin multiplica los dibujos y estudios. También lo hace cuando realiza, maravillado por la expresividad de sus facciones, el retrato de la bailarina japonesa Hanako, a la que conoce en Marsella en 1906 y de la que se conocen cerca de cincuenta y ocho esculturas.
Son célebres asimismo las series de retratos de Giacometti, creadas sobre todo a partir de 1935 y más adelante, tras la guerra. Su hermano Diego o la modelo profesional Rita Gueyfier son algunos de los modelos que posan diariamente en su estudio, donde el artista se consagra al intento de captar «lo verdadero». Y en aras de este propósito, no duda en volver una y otra vez sobre las imágenes de sus retratados, borrarlas insatisfecho y volverlas a hacer una y otra vez.

PEDESTAL

Auguste Rodin. Assemblage: Femme-Poisson et 
Torse d’Iris  sur gaine à rinceaux Posterior a 1890. 
Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)
La integración del pedestal con el motivo escultórico ha sido uno de los grandes problemas de la escultura moderna. Al trabajar en grupos escultóricos con personajes individualizados, como es el caso de los Burgueses de Calais, Rodin se enfrenta a este aspecto y considera las distintas soluciones con el pedestal, lo que le permite establecer una mayor o menor distancia con el espectador. En esa escultura grupal, parece que, en un principio, el artista intentó evitar el emplazamiento de las figuras sobre un pedestal, pues deseaba incorporarlas a las mismas losas del pavimento. Finalmente hubo de situar su obra sobre una peana baja. Pero Rodin, con su intención inicial, ya adelantaba uno de los rasgos fundamentales de la escultura del siglo XX: eliminar la base de los Burgueses equivalía a poner a la misma altura al espectador y a los rehenes que caminan hacia la muerte, es decir, insertar la escultura al mundo real y despojarla de su aura de intangibilidad. En la apertura del Pavillon de l’Alma, en 1900, Rodin utiliza una serie de columnas del Louvre en las que encarama sus esculturas, generando así distintos efectos en el montaje de la exposición. Es el caso de Sphinge sur colonne [Esfinge sobre columna] o Pied gauche sur gaine à rinceaux et cannelures [Pie izquierdo sobre estípite con follaje y acanaladuras]. Por su parte, en La Pensée [El pensamiento], podemos ver otra solución distinta, un modo innovador de utilizar el pedestal como una gran base de la que surge la cabeza de la figura; en este sentido, el contraste que genera el tratamiento de la superficie, junto con el modo de ensamblar el fragmento con la base, funciona como una alegoría.

El pedestal, en la obra de Giacometti, es el equivalente de los marcos que utiliza en pinturas y dibujos, o funciona al modo en que lo hacen las «jaulas» en las que a veces introduce algunas de sus esculturas. No sirve solo como un modo de aislar la figura y generar distancia con el espectador. Una figura pequeña en un pedestal de mucha altura o muy ancho hace que se vea incluso más pequeña cuando se observa desde la distancia. Pero no es este el único motivo para utilizar pedestales de uno u otro tamaño, también lo es generar un diálogo entre base y figura.

EL HOMBRE QUE CAMINA

Auguste Rodin. L’Homme qui marche, grand modèle, 1907
© musée Rodin, photo Hervé Lewandowski

Los numerosos dibujos que Giacometti hace de las esculturas de Rodin dan buena cuenta de la importancia que tiene para el artista esta disciplina en su proceso creativo. Varias son las publicaciones sobre el maestro francés en las que Giacometti copia en una página L’Homme qui marche [El hombre que camina] —sacado por Rodin, en 1907, de una versión más pequeña de su San Juan Bautista—, frente a la reproducción de una obra del maestro, como si estuviera reflexionando sobre el motivo para luego plasmar esta idea en su propio trabajo. Las versiones de El hombre que camina realizadas por ambos artistas se cuentan, sin duda, entre las piezas más conocidas de la escultura universal y es evidente que Giacometti parte de Rodin para trabajar sobre este motivo; y lo mismo sucede con su escultura L’homme qui chavire [El hombre que se tambalea] y las distintas versiones del tema que realiza a partir de finales de los años cuarenta.

Alberto Giacometti. Homme qui marche II, 1960
Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Comparado con el de Rodin, el Hombre que camina de Giacometti parece desgastado y frágil, si bien el del maestro francés muestra una gran expresividad y con ello todo el sentimiento de la fragilidad humana. Pero, más allá de las diferencias, ambos autores abordan con este motivo uno de los aspectos esenciales de la escultura: ¿cómo mantener en pie la materia?, ¿cómo erigirla?; cuestiones que confluyen en una reflexión sobre el ser humano y su capacidad, tanto literal como metafórica, para no caer. En este sentido, la escultura se convierte a su vez en metáfora de la humanidad. Y si el Hombre que camina de Giacometti es aquel que aparece triunfante y se mantiene en pie frente a los acontecimientos de la vida, El hombre que se tambalea es metáfora de la precariedad de la existencia humana: dos caras de la misma moneda, dos preguntas y dos respuestas para futuras
generaciones.

EN EL ESTUDIO
Rodin recurrió a la fotografía para ayudarse en su trabajo desde finales de la década de 1870 hasta su muerte en 1917. Sin embargo, ni él ni Giacometti solían colocarse tras la cámara y preferían que fueran otros quienes les retratasen. El artista trabajando, el artista y su modelo, la obra en proceso de ejecución o el desorden del estudio son temas frecuentes en las fotografías de uno y otro artista, imágenes que también permiten hallar parecidos en sus colecciones y en sus talleres; «celdas, cuartos vacíos y pobres, llenos de polvo y grisura», como diría Rainer Maria Rilke a propósito del de Rodin. Un espacio que no debía de ser muy distinto del de Giacometti, pues, según Jean Genet: «[...] (toda su persona tiene el color gris de un estudio). Por simpatía, quizás, ha adquirido el color gris del polvo». En los comienzos de su carrera, cuando Rodin es aún un desconocido en el mundillo artístico, su vecino de taller, Charles Aubry, especialista en estudios al natural de plantas, realiza una serie de retratos del artista, donde aparece con barba incipiente. Hay que esperar a finales de los años setenta, cuando Rodin tiene ya casi cuarenta años, para que su nombre, tras el escándalo de L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y La Porte de l’Enfer [La puerta del Infierno], circule entre la prensa especializada y los estudios parisinos. Tras contratar a una serie de fotógrafos profesionales, Rodin se da cuenta de la importancia de difundir su obra y, sobre todo, de mantener el control de esta difusión, y decide contratar a Eugène Druet, un fotógrafo aficionado que trabaja de forma gratuita. En 1903, tras su separación, contrata al editor fotográfico Jacques-Ernest Bulloz, quien realiza ya fotos en color al carbón, gracias al uso de pigmentos azules, verdes, sepia y naranja.

Las primeras fotos de Giacometti están ligadas al grupo de los surrealistas y al círculo artístico que frecuenta. Es en las páginas de las revistas donde los artistas reunidos en torno a Breton se expresan o debaten sus ideas. El propio Giacometti publica determinadas obras en alguna de estas revistas, como en Cahiers d’Art. Más adelante, las fotos del artista en el estudio se convertirán en imprescindibles, como si el taller fuera una prolongación de su persona. Giacometti mantuvo siempre su estudio parisino de la Rue Hippolyte-Maindron y, tras su estancia en Suiza durante la guerra, volvió a él, creando una especie de microcosmos que fotógrafos como Ernst Scheidegger, Alexander Liberman, Brassaï o su marchante neoyorquino Pierre Matisse no se cansaron de captar en imágenes.

martes, 3 de diciembre de 2019

Genealogías del arte

"[...] podríamos dividir históricamente el impulso inicial hacia el arte abstracto de los últimos cincuenta años en dos corrientes principales, ambas surgidas del impresionismo. La primera y más importante tiene su fuente en las teorías y arte de Cézanne y Seurat, atraviesa el torrente cada vez más caudaloso del cubismo y desemboca en el delta que forman los diversos movimientos geométricos del constructivismo [...]. Podemos describir esta corriente como intelectual, estructural, arquitectónica, geométrica, rectilínea y clásica por su austeridad y dependencia de la lógica y el cálculo.
La corriente segunda -y hasta hace poco, secundaria- tiene su principal fuente en las teorías y arte de Gauguin [...] y fluye a través del fauvismo de Matisse hasta alcanzar el expresionismo abstracto de las pinturas de preguerra de Kandinsky. Tras efectuar un recorrido subterráneo de unos pocos años, reaparece con vigor entre los maestros del arte abstracto relacionados con el surrealismo. Esta tradición, a diferencia de la primera, es más intuitiva y emotiva que intelectual; mas orgánica o biomórfica que geométrica en sus formas, más curvilínea que rectilínea, más decorativa que estructural y más romántica que clásica en su exaltación de lo místico, de lo espontaneo y de lo irracional [...].
Ambas corrientes se entremezclan a menudo y pueden llegar a darse en un mismo artista. Ambas también pueden admirarse en su estado más puro [...]. La forma del cuadrado se ve enfrentada a la silueta de la ameba"
Alfred H. Barr, Jr., 1936

Alfred H. Barr, Jr. Diagrama de la sobrecubierta del catálogo de la muestra "Cubism and Abstract Art",
 The Museum of Modern Art. Nueva York. 1936. Archivo Lafuente

Si la historia del arte se compone de objetos mayoritariamente destinados a ser vistos, ¿no debería ser también muy visual el modo de contarla? El caso es que no ha sido así, porque en ese relato ha prevalecido la narración textual y abstracta sobre la visual y concreta. La exposición Genealogías del arte, o la historia del arte como arte visual trata de compensar este hecho mostrando las diferentes formas visuales de contarla ideadas por artistas, diseñadores, ilustradores, historiadores, ensayistas, poetas, escritores y críticos de arte. Para ello, ha propuesto, a modo de experimento, la materialización de una de esas representaciones, en concreto, el célebre diagrama que Alfred H. Barr, Jr., fundador en 1929 del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y su primer director, compuso para la sobrecubierta del catálogo de una muestra pionera, Cubism and Abstract Art (1936), y en el que explicaba la evolución estilística del arte desde 1890 a 1935.


Giacomo Balla. Mercurio che transita davanti al sole, 1913. Colección Mattioli
 © Giacomo Balla, VEGAP, Madrid 2019
En Genealogías del arte, o la historia del arte como arte visual ese diagrama bidimensional se traslada a las tres dimensiones del espacio expositivo, situando en las paredes de las salas obras de arte y documentos en los lugares ocupados en el gráfico de Barr por las referencias a un estilo o movimiento concretos, poniendo así a prueba la plausibilidad visual del diagrama y, de paso, la credibilidad del que quizá haya sido el intento más ambicioso (y temprano) de dotar al arte de la primera mitad del siglo XX de un canon en toda regla y de una genealogía que abarca casi tres generaciones. Se presentan obras de artistas de vanguardia como Pablo Picasso, Constantin Brancusi, Kazimir Malévich, César Domela, Francis Picabia, Robert Delaunay y Vasili Kandinsky, entre otros. Entre las piezas presentadas en esta sección se encuentran algunas obras que estuvieron presentes en la exposición original de Barr, como Landscape with Two Poplars [Paisaje con dos chopos], 1912, de Vasili Kandinsky y Femme dans un fauteuil [Mujer en un sillón], 1929, de Pablo Picasso.

Wassily Kandinsky. Landscape with Two Poplars, 1912, The Art Institute of Chicago
Concebida y organizada por la Fundación Juan March y el Museo Picasso Málaga, la muestra reúne trescientas cincuenta obras y más de un centenar de documentos de doscientos treinta artistas y autores relacionados con el pensamiento visual, e incluye las más variadas representaciones visuales de ese pensamiento (árboles genealógicos, tablas, alegorías, mapas, planos, estampas, diagramas y gráficos informativos) elaboradas en un lapso temporal que va desde el siglo XVII hasta hoy, y que recogen genealogías del arte del Renacimiento a nuestros días. Genealogías del arte, o la historia del arte como arte visual aspira de este modo a complementar las habituales presentaciones discursivas de la historia del arte y a mostrar el sentido que tienen para esa historia las narraciones visuales, que son, precisamente, las propias de museos y exposiciones.
Pablo Picasso, “Femme dans un fauteuil”, 1929. Museu colecçião Berardo, Lisboa.
© Sucession Pablo Picasso, VEGAP. Madrid 2019


Las obras y documentos se exhiben en tres secciones. 

1. La Historia del arte como arte visual (1562-1934)
las historias del arte han sido conformadas primordialmente con la misma materia que todas las demás historias de la historia: Esto resulta tan extraño como, por poner un ejemplo, que la historia de la literatura solo pudiera contarse mediante ideogramas. De hecho, más allá de los textos han existido siempre muchas y muy variadas representaciones visuales que recogen distintas genealogías del arte. En este apartado se muestran aquellas que se remontan al arte del Renacimiento y alcanzan a las producciones de los años treinta del siglo XX.
Miguel Covarrubias. The Tree of modern art. Reproducción del original de 1933.
Biblioteca Fundación Juan March, Madrid.

2. Alfred H. Barr, Jr: Una genealogía para el arte moderno (1936)
La segunda sección consiste en una reconstrucción, montada en el centro del espacio expositivo, del diagrama elaborado y publicado por Barr en 1936 en la sobrecubierta del catálogo de su muestra "Cubism and Abstract Art", celebrada en el MoMa de Nueva York ese mismo año. Para ello se han trasladado a las tres dimensiones ejemplos de las tendencias recogidas como meras referencias textuales en las dos dimensiones del diagrama impreso, poniendo así a prueba la plausibilidad visual de aquella genealogía.
Adaptando el modelo de flechas del diagrama original, en esta sección se visualizan las diversas influencias de las que bebieron los movimientos artísticos desde el postimpresionismo (c. 1980) hasta finales de 1935. El sistema de señalización se inspira en el de la iluminación del despacho de Walter Gropius en el edificio de la Bauhaus en Dessau.
Pablo Picasso. Mère et enfant, 1907. Musée National Picasso. Paris.
 © Sucession Pablo Picasso, VEGAP. Madrid 2019

3. La Historia del arte como arte visual (1936-2019)
Las representaciones visuales de las historias del arte (y a veces de su naturaleza y de sus instituciones) están muy presentes en la práctica artística: desde reinterpretaciones de viejos árboles genealógicos y genealogías anticanónicas y alternativas hasta mapas conceptuales y diagramas abstractos, y comparecen en muy diversos soportes, desde el libro, el dibujo, la estampa y la pintura hasta los que viven hoy en el tiempo real de la red.
Ward Shelley. Who invented the Avant-Garde? V.3. 2008 © Ward Shelley/Galeria Pierogi, Nueva York.