martes, 27 de enero de 2015

El Retrato en las Colecciones Reales


Esta exposición, que se está presentando en  el Palacio Real de Madrid, es un viaje por la historia del arte cortesano, con las mejores piezas de las colecciones de Patrimonio Nacional. Para su preparación se han realizado tareas de revisión, actualización y datación de todas las piezas en un catálogo de referencia así como un intenso trabajo desarrollado por el taller de restauración en el último año, que ha dejado a las pinturas de los almacenes listas para su exhibición. En total son 114 obras, fechadas entre los siglos XV y XXI.

La muestra ha sido comisariada por los conservadores de Patrimonio Nacional Carmen García-Frías (en su sección correspondiente a la Casa de Austria) y Javier Jordán de Urríes (en la dedicada a los Borbones). La selección de los trabajos se ha llevado a cabo atendiendo a su calidad y originalidad: no faltan en la exposición el excepcional retrato de Isabel la Católica a cargo de Juan de Flandes (1500-1504) o el de un aguerrido Felipe II en la jornada de San Quintín, de Antonio Moro; pero también podremos contemplar obras desconocidas para el gran público, como un Felipe III de Pantoja de la Cruz que se guarda en una zona no visitable del Palacio Real.

La exposición se estructura en dos grandes secciones, Casa de Austria y Casa de Borbón, con diferentes apartados que siguen un orden cronológico por reinados.La primera sección abre con los inicios de la dinastía habsbúrgica en España, mostrando como antecedentes retratos fundamentales de sus antepasados, el Retrato del duque de Felipe el Bueno del taller de Rogier Van der Weyden (de la Casa de Borgoña) y la imagen más fidedigna de la reina Isabel la Católica de Juan de Flandes (de la Casa de los Trastámara).

En la segunda sección dedicada a la Casa de Borbón desde el siglo XVIII hasta el presente, se exponen los mejores ejemplos del retrato borbónico en Patrimonio Nacional, como el monumental retrato ecuestre de Felipe V, por Louis-Michel van Loo; el de Carlos III con el hábito de su Orden, por Mariano Salvador Maella y, finalmente, retratos de Alfonso XIII por Ramón Casas y Joaquín Sorolla para llegar al reinado de Juan Carlos I con El Príncipe de ensueño de Salvador Dalí y el retrato de La familia de Juan Carlos I pintado por Antonio López, que se presenta al público con motivo de esta exposición.

En coincidencia con la celebración de esta muestra, Partrimonio Nacional ha creado un sitio web especializado donde se ofrece abundante información tanto gráfica como textual sobre la exposición. A continuación incluimos detalles de algunas de las obras mas relevantes.  


Isabel la Católica
Juan de Flandes, Hacia 1500-1504
Óleo sobre tabla, 63 x 55 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

Este retrato de Isabel la Católica fue un regalo que los monjes hicieron a Felipe V y a su mujer María Luisa de Saboya a raíz de su visita a la cartuja de Miraflores, Burgos. El retrato estuvo en el Palacio Real de Madrid, donde permaneció hasta que se llevó en la década de 1940 al Palacio Real de El Pardo. En el año 2004 se volvió trasladar a Madrid.

Isabel la Católica tomó a su cargo el costear las obras y el ornato de la cartuja de Miraflores, destinada a acoger los restos de su padre Juan II y de su madre Isabel de Portugal, segunda esposa del monarca, así como también los de su hermano el infante don Alonso.

Este retrato, atribuido a Juan de Flandes, muestra a Isabel la Católica envejecida, pese a que su edad no era avanzada, ya que murió con 53 años. Debe corresponder a los últimos años de su vida, tras sufrir tres pérdidas muy dolorosas: la del heredero, el príncipe don Juan en 1497; y las de sus otros dos herederos, su primogénita Isabel, reina de Portugal, fallecida en 1498, y el hijo de esta, el príncipe don Miguel, que vivió solo hasta 1500. Con el futuro del reino en manos de doña Juana, que ya había dado signos de su desequilibrio mental, no es de extrañar que se manifestaran en el rostro de la reina Católica las huellas de todas las penas sufridas.

Se trata de un retrato de carácter representativo, en el que el pintor flamenco muestra a la reina ante un fondo neutro, de busto, en posición ligeramente escorzada, con el rostro dirigido hacia la derecha, con expresión ensimismada. La ausencia de contenidos simbólicos es propia de la imagen real a fines del siglo XV en los reinos hispanos. De ese modo, concentra la atención en el rostro envejecido de la reina, fuertemente iluminado, destacado del fondo oscuro y del brial de color pardo verdoso con gran escote. Y también lo hace la rica camisa blanca que asoma del brial, bordada con listas negras con el borde decorado en el que alternan leones rampantes y cuatro barritas entrecruzadas. Isabel la Católica muestra el cabello recogido rodeando las mejillas y cubierto por un lienzo blanco tupido que le cubre parte de la frente y sobre él lleva una cofia transparente. Todo ello se cubre con otro lienzo transparente que desciende sobre los hombros y une sus puntas sobre el pecho con un rico joyel que forma una cruz de brazos iguales y bajo ella una venera con una piedra preciosa con engarce triangular en su interior.

El vizconde de Lautrec, más conocido como El hombre de la perla
Michel Sittow, Hacia 1515-1517
Óleo sobre tabla de roble, 22,2 x 18,8 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

El magnífico retrato del Hombre de la perla responde a los modos de representación más característicos del pintor hanseático Michel Sittow, claramente ligados al mundo flamenco por su formación en la escuela de Brujas.

Dichas notas se hacen sentir no solo en la minuciosidad de su ejecución técnica o en la destreza de su dibujo, sino también en su fidelidad al prototipo de retrato instaurado por el máximo representante de dicha escuela Hans Memling. Por ello, sus retratos siempre reproducen una sencilla imagen en formato de busto y en ligera disposición de tres cuartos sobre un fondo neutro.

En este retrato, un fondo rojo es el que hace resaltar al personaje de largas cabellera y barba cortadas a la misma altura, ataviado con sayo y ropón pardo forrado interiormente de piel de castor, por el que asoma una camisola blanca plisada. Del alto bonete negro de su cabeza pende el único atributo distintivo de su rango, un broche en forma de flor de lis de diamantes con una perla pinjante, símbolo ligado a la corona francesa.

El retrato aparece por primera vez documentado en el inventario de Isabel de Farnesio del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso de 1746, donde se atribuía a Alberto Durero.

El Hombre de la perla podría considerarse obra del período tardío de la actividad de Sittow, en torno a su segundo viaje a España y su paso por los Países Bajos, no solo por el atuendo a la moda de esos años, sino también por su proximidad a otros retratos seguros del artista de esa etapa, como el de Christian II de Dinamarca o el de Diego de Guevara

José Luis Sancho propuso muy acertadamente la identificación del retratado con Odet de Foix, conde de Cominges y vizconde de Lautrec, por su gran parecido con el retrato de cuerpo entero de este personaje que se encuentra en el Palacio del Senado de Madrid, procedente de la antigua colección del marqués de Leganés.

Felipe II en la jornada de San Quintín
Antonio Moro, 1560
Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

En este retrato aparece representado el rey Felipe II (1527-1598) de cuerpo entero, conforme iba vestido el día de la batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557.

Va enfundado en el arnés de la armadura de las aspas o cruces de Borgoña, parte de la guarnición «de a caballo» realizada por Wolfgang Grosschedel (act. h. 1517-1562) en Landshunt hacia 1551. Se caracteriza por la decoración de anchas fajas verticales grabadas al aguafuerte, en las que alternan los pedernales con llamas y las aspas flanqueadas por los eslabones del collar de la orden en forma de B, en alusión a Borgoña. El peto está presidido por la Inmaculada Concepción, con un valor protector, mientras que en el espaldar estaba representada santa Bárbara. El ristre también indica que era una armadura ecuestre.

Se le muestra como general del ejército por el bastón que empuña en la derecha, mientras que la otra mano apoya en la espada a juego con el puñal. Los brazos van protegidos por mangas de malla.

Felipe II calza botas enceradas con espuelas doradas que nos indican que se acababa de bajar de uno de los magníficos caballos en los que montó en estas operaciones militares, elemento reñido con el trozo de malla que protege la bragueta, más propio de la infantería. El atuendo se completa con el Toisón que pende de su cuello de una cinta roja de seda, en lugar de la negra o dorada que solía usar a diario. Este detalle, al igual que los brazaletes rojos en forma de roseta, le identificaría en la batalla como miembro del ejército español frente a la cruz blanca francesa.

Sabemos que supervisaba las tropas de esta guisa, como relata un cronista de la campaña: «saliendo armado a la ligera sobre un caballo de España tordillo, con una armadura bellísima hecha en Alemania, con bello diseño con una celada de infante de a pie, dentro de la cual había un penacho de garza sin nada más encima de la armadura, que una gran banda». Este testigo presencial refiere que Felipe II apareció en el campo acompañado de caballeros con vestiduras bordadas de oro y plata, como son las calzas que se dejan ver bajo las escarcelas que protegen las piernas del rey.

Carlos V con un capotillo forrado en lobos cervales
Jakob Seisenegger, 1530
Óleo sobre lienzo, 205 x 127,5 cm
Patrimonio Nacional,Palacio Real de la Almudaina

La importancia de este retrato de Carlos V con un capotillo forrado de Jakob Seisenegger radica en ser la primera efigie que lo representa de cuerpo entero y a tamaño natural del gran número de imágenes existentes de su persona.

Además de este retrato de El Escorial, hoy en el Palacio de la Almudaina, el artista realizó para Fernando de Austria, de quien era su pintor de cámara, otros cuatro retratos del mismo formato del emperador entre 1530 y 1532 . El primero de ellos fue este ejemplar de El Escorial, pintado en Augsburgo. La modalidad de cuerpo entero no era nueva en el campo de la retratística, ya que contaba con ejemplos en el mundo germánico, pero la reinterpretación llevada a cabo por el artista fue fundamental para la configuración de la imagen posterior del emperador y, en general, para la del retrato cortesano de las siguientes décadas.

El pintor retrata al emperador en este primer retrato con traje de corte, compuesto de un sayo nórdico o traje con faldón de color negro, con mangas acuchilladas con aplicaciones de seda verde ribeteadas con cordones dorados, y un ropón francés forrado con pieles de lobos cervales, así como también birrete, calzas y zapatos negros.

La imprescindible insignia del Toisón de Oro pende de una cadena de oro que cuelga del cuello, adornado con un importante gorjal también de oro. Otros símbolos del poder real quedan establecidos, como la espada y daga al cinto, el cetro en la diestra y los guantes de gamuza en la izquierda. Con la elección de esta imagen civil, Carlos V quería resaltar su faceta más conciliadora, frente a la imagen más guerrera —con armadura y espada el alto—, propuesta por Tiziano en ese mismo año de 1530, porque aún pensaba en una paz con los protestantes.

De acuerdo a la nueva iconografía de Carlos V establecida en los momentos previos a la coronación imperial en Bolonia en 1530, el emperador lleva el pelo corto, más clasicista, y la barba larga, no solo para disimular el prognatismo, sino también para asemejarse a los emperadores romanos y a su admirado Marco Aurelio. Sus párpados algo caídos y sus labios finos tratados de forma dibujística son los característicos de Seisenegger, al igual que la solería de mármol de losetas grises y rojas, sobre la que se dispone la figura en pie del emperador.

Felipe V a caballo
Louis-Michel van Loo, 1737
Óleo sobre lienzo, 345 x 264 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de La Granja de San Ildefonso

El pintor francés Louis-Michel van Loo llegó a Madrid el 15 de enero de 1737 recomendado por Hyacinthe Rigaud. Sus primeras obras en España, firmadas el año de su llegada, debieron de ser los soberbios retratos de aparato de los reyes en grandes lienzos, de Felipe V armado y a caballo y, formando pareja, su esposa Isabel de Farnesio.

Felipe V quiso ser representado sobre un caballo blanco en corveta y fondo de batalla. El nieto de Luis XIV viste armadura completa, no de aquel tiempo sino inspirada en las de Felipe II custodiadas en la Real Armería de Madrid, sentando así un precedente En este cuadro alegórico, la Fama alada hace sonar su trompeta y sitúa sobre la cabeza del monarca una corona de laurel, símbolo de triunfo, proclamando el éxito de las guerras italianas —con la conquista de Nápoles y Sicilia—, culminadas con la aceptación de los preliminares de paz el 18 de mayo de 1736, cuyo tratado fue concluido en Viena el 18 de noviembre de 1738. Esa figura en vuelo, vestida de túnica rosácea, destaca por su manto azul de plegados angulosos, que hace contraste con el rojo vivo de la faja de general ceñida a la cintura del soberano, con sus extremos tremolando, y enlaza con la banda azul de la orden francesa del Saint-Esprit cruzada en el torso, mientras que la faja lo hace con las plumas rojas que rematan el vistoso morrión labrado con cimera de león. Felipe V, con su larga cabellera al viento —como la crin y la cola del caballo que nos mira—, empuña en la diestra la bengala de mando y, en actitud teatral, sobre una rica silla de montar, parece dirigir las acciones armadas representadas al fondo.

Carlos III como gran maestre de su Orden
Mariano Salvador Maella, 1784
Óleo sobre lienzo, 254 x 165 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

Desde una perspectiva contemporánea, este extraordinario retrato de Estado, presentando a Carlos III como gran maestre de su orden, pintado por Mariano Maella, se erige en la actualidad en una imagen icónica de este reinado, llegando incluso a competir visualmente con la precedente imagen del rey con armadura ideada por Mengs.

De manera paradójica, en el curso de las décadas ilustradas, la proyección cortesana de esta efigie de Maella resultó bastante restringida, al destinarse casi desde la fecha de su creación a presidir el dosel de la protocolaria sala de juntas de la Orden de Carlos III.

En lo que respecta a las facciones del monarca al valenciano no le importa servirse del omnipresente retrato de Mengs que por aquel entonces ya contaba con casi dos décadas de antigüedad. Sin embargo, en el resto de elementos que construyen su discurso áulico se advierte una gran determinación por inmortalizar la realidad. El manto blanco y azul de la orden, así como la corona, son ilustraciones muy fieles de estos objetos, pero hasta aquí no se había reparado en que también el trono, coronado con un medallón con el perfil de Carlos III, es idéntico al original que, bajo diseño de Giovanni Battista Natali, aún se preserva en las colecciones de Patrimonio Nacional.

Es incuestionable que la monumental imagen de Luis XVI portando su manto de consagración concebida por el pintor Antoine-François Callet guarda ciertas similitudes compositivas con nuestro retrato de Carlos III con el manto de la orden por Mariano Salvador Maella. Además, la circunstancia de haber sido comisionado al mismo tiempo que su homólogo para el conde de Montmorin y poder demostrarse a continuación que jamás fue pintado para la sala de juntas de la Orden de Carlos III, permite especular con la hipótesis de que fuera concebido por Maella con destino a una corte extranjera.

Este prototipo de retrato del monarca de cuerpo entero que durante el reinado de Carlos III parece comisionarse en la corte hispana con una proyección casi exclusivamente internacional, vendrá por el contrario a difundirse ya dentro de nuestro país tras el ascenso al trono de Carlos IV.

Carlos IV, cazador
Francisco de Goya, 1799
Óleo sobre lienzo, 210 x 130 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

El retrato del rey Carlos IV como cazador tuvo que ser pareja del retrato de la reina María Luisa con mantilla, pintado por Goya en septiembre de 1799.

Es casi seguro que el retrato del rey cazador lo pintó Goya después de los de la reina, que hizo, como se dice más arriba, entre los últimos días de septiembre y los primeros de octubre de 1799. No es posible asegurar la localización del retrato del rey por el paisaje, ya que tanto en La Granja como en El Escorial hay parajes montañosos similares, agrestes y de montañas elevadas. La luz del amanecer, algo apagada aún, parece estar a la espalda del rey y surgir desde el fondo de las montañas. El monarca va vestido aquí para la caza mayor, propia también de El Escorial, no solo por las espuelas de sus altas botas de montar, necesarias para ese tipo de actividad que se realizaba a caballo, sino también por el cuchillo de remate que cuelga del cinto, de hoja larga y estrecha y cruz desarrollada, que evita su entrada en el cuerpo de grandes animales, que presenta al monarca preparado para la caza más comprometida y peligrosa de ciervos y jabalíes. Carlos IV viste un elegante atuendo con calzones de color castaño oscuro posiblemente de terciopelo y rodilleras protectoras de lana blanca, chupa amarilla adornada con bordados de plata y casaca moteada de lana también de color castaño. El rey está tocado con un bicornio y luce todas las condecoraciones que poseía: la banda de la orden de Carlos III sobre la roja de San Gennaro, napolitana, y la francesa, azul, del Saint-Esprit, así como las insignias y cruces correspondientes, aquí ligeramente esbozadas sobre la casaca. El importante Toisón de Oro cuelga aquí discretamente sobre la chupa o chaleco de una cinta roja en lugar de llevarlo al cuello. A diferencia de los Austrias, que aparecían sin ningún tipo de órdenes militares en sus retratos como cazadores, los monarcas de la Casa de Borbón las lucen siempre, tanto Carlos III como Carlos IV.

El retrato del rey cazador es una obra en la que Goya parece haber querido ganarse una vez más la confianza de sus reyes y debió de ser, sin duda, una de las pinturas que decidieron, junto al resto de los retratos del rey y la reina, su nombramiento, a fines de octubre de 1799, como primer pintor de cámara. Todos sus recursos como retratista están presentes para haber conseguido que un tema recurrente en la pintura desde antiguo sea renovado y novedoso. El rey aparece con toda la nobleza exigida y Goya, además, acierta a sugerir su valentía y temple.

Infanta María Isabel de Borbón
Vicente Palmaroli, 1866
Óleo sobre lienzo, 218 x 135 cm
Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

Gracias a su carácter extravertido y entusiasta, la infanta Isabel gozó de gran simpatía popular, especialmente entre la población madrileña, que la conoció con el apelativo de «La Chata».

Aunque no está fechado, sabemos que el retrato de Palmaroli fue presentado a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1866, inaugurada el 28 de enero del año siguiente, por lo que sería pintado en ese año de 1866. La figura se presenta con el encanto de su edad, vistiendo quizá sus primeras galas de mujer, en una actitud natural y delicada. Vemos a la retratada llevando un vestido de gala color azul turquesa adornado con encajes, siguiendo la moda del Segundo Imperio francés, caracterizada por el contraste entre la cintura estrecha y la amplitud de la falda, con las mangas cortas y generoso escote que descubre los hombros. Las joyas con que se adorna son perlas en el broche, collar de tres vueltas, pendientes y pulsera. Cruza su pecho con las bandas de las órdenes femeninas otorgadas por las cortes europeas. La figura está representada con fondo de entonación roja y dorada, entre terciopelos, consolas doradas y bustos antiguos del Salón del Trono del Palacio Real de Madrid. Esta obra corresponde a una etapa de esplendor y madurez pictórica de su autor, son de esta época los mejores retratos de Palmaroli. Si bien prevalece en el retrato de la infanta la influencia de Federico de Madrazo, la pincelada se hace más suelta y libre, consiguiendo una mayor plasticidad que se irá haciendo más patente en obras posteriores del artista.

Alfonso XIII con uniforme de húsar en los jardines de La Granja
Joaquín Sorolla y Bastida, 1907
Óleo sobre lienzo, 208 x 108,5 cm
Patrimonio Nacional

Al ver el retrato y leer las palabras de Sorolla sobre su rey es evidente que el artista tenía todas sus esperanzas puestas en él y en base a ese sentimiento nos lo presenta en una obra de rabiosa modernidad, en la que aparece como un hombre de su tiempo.

La decisión de ser retratado con el aparatoso y llamativo uniforme de húsares partió del propio monarca. Al igual que Mariano Benlliure, Sorolla quería que el retrato del rey fuera una obra moderna, por ello le retrató al aire libre, en los jardines reales del Palacio de La Granja, consiguiendo así, entre otras cosas, dar una imagen de salud y fuerza. La obra técnicamente, también de gran actualidad en su momento, está realizada con pincelada amplia en ocasiones y contenida cuando necesita puntualizar, pero suelta, segura y sin insistencias, en todo caso, lo que refuerza la sensación de frescura que de por sí presenta la imagen del rey iluminada por el sol que entra a retazos a través de las ramas de los árboles que circundan la escena. Es un retrato de una riqueza cromática conseguida en muy pocas ocasiones por el artista, y en ninguna en un encargo oficial.

Sorolla retrató en veintiséis ocasiones a los diferentes miembros de la familia real española. De los nueve retratos que hizo de Alfonso XIII únicamente el retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares, y él último que pinta, el Estudio para un retrato cinegético del rey Alfonso XIII, que pensaba llevar a cabo en El Pardo, fueron concebidos al aire libre.

domingo, 11 de enero de 2015

La desigualdad insoportable


“Deberíamos tener un Parlamento de la Eurozona en el que cada país tuviera representación en función de su población, que se ponga de acuerdo sobre el ritmo de ajuste y la estrategia de crecimiento. Si tuviéramos esa forma de decidir, habríamos tenido menos austeridad, más crecimiento y menos paro. En España y Francia se contentan con culpar a Alemania sin hacer propuestas, es desesperante. Alemania no es perfecta, pero todos somos responsables.” No son mis palabras pero coincido fundamentalmente con las ideas en ellas contenidas. Estas afirmaciones están tomadas de la entrevista, publicada recientemente en “El Mundo”, con el economista de moda: Thomas Piketty,  director de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) y profesor asociado de la Escuela de Economía de París.

En la actual situación, en la que la crisis económica tiene la mayor relevancia entre los problemas a los que nos enfrentamos, las ideas de este economista francés, contrarias a las de las clases políticas y económicas dominantes, han resonado con fuerza en un mundo ansioso por encontrar soluciones a los graves problemas a los que nos enfrentamos. No es el primero, ni el único que ha seguido este camino. Lo diferencial de Piketti no son sus ideas sino los importantes argumentos y datos que las sustentan.  

Todo empezó en febrero de 2014 con la publicación de su libro  “Capital au XXIe Siècle”, considerado por algunos expertos como el mejor texto sobre economía de las últimas décadas. Su éxito fue inmediato situándose en las primeras posiciones de los libros más vendidos del New York Times, probablemente por aportar ideas nuevas y frescas sobre las causas y posibles soluciones de los problemas que nos aquejan. Pero no solo llamó la atención de los que sufren y critican el tratamiento que dan nuestros gobernantes a la crisis económica. También a los defensores de la “ortodoxia” del capitalismo. Porque la tesis de Piketty es conservacionista. Pretende dar sostenibilidad al capitalismo como sistema de futuro. Y para ello señala una amenaza fundamental: la desigualdad, fruto precisamente de las prácticas capitalistas que han desembocado en la situación actual.

El libro incluye un muy detallado análisis de sobre la distribución de los ingresos y la riqueza en el mundo. No solo en la actualidad sino cómo ha evolucionado desde el siglo XVIII y hasta nuestros días. Piketti ha construido una completa base de datos económicos de una veintena de países que abarcan centenares de años. Partiendo de ella hace un minucioso estudio estadístico sobre las distintas etapas históricas para llegar a identificar patrones en el proceso de acumulación del patrimonio en las principales economías. Según estos datos, durante los siglos XVIII y XIX, las sociedades de los países occidentales cayeron en  profundas desigualdades, con rígidas estructuras de clase. Aunque la revolución industrial supuso una  elevación gradual los salarios, en el siglo XX, la sucesión de acontecimientos históricos (guerras, revueltas, recesión, inflación…) tuvo como consecuencia la aparición del “estado de bienestar” que, aparentemente, ahora parece insostenible, pero que forma parte del contrato social que hicieron aceptables las ventajas dadas al capital.

Las series históricas de Piketty demuestran que el retorno que obtiene el capital está aumenta con aceleración mayor que el crecimiento del sistema económico en el que opera. De esta forma la brecha de la desigualdad aumenta aceleradamente. Si esta tenencia permanece llegará a ser insostenible tanto económica como políticamente, lo que provocaría el colapso del sistema. Martin Wolf, principal columnista económico del Financial Times, al comentar el libro, concluye que “una sociedad menos desigual sería una bendición, no una amenaza, para el crecimiento…”. También se encuentran ideas semejantes en un documento para el debate, publicado por el departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional, titulado "Redistribution, Inequality, and Growth". Sus autores, Jonathan D. Ostry, Andrew Berg y Charalambos G. Tsangarides llegan, entre otras conclusiones, a que “una menor desigualdad neta se correlaciona fuertemente con un crecimiento más rápido y más duradero”

Como ya ha sido mencionado anteriormente, el impacto y las repercusiones de la obra de Piketti han sido notables. La llamada de atención sobre las consecuencias de las desigualdades sociales para la sostenibilidad del sistema político y económico ha tenido amplio eco entre los expertos, tanto económicos como políticos, pero también a nivel periodístico y de la opinión pública en general. También han sido muy debatidas las propuestas para establecer algún tipo de políticas fiscales, con alcance global,  que contribuyan a reducir la disparidad de carga fiscal que se aplica a los ingresos, la riqueza acumulada y a la herencia. Forman parte de las herramientas que se ofrecen a los gobiernos y a los poderes fácticos  para combatir de manera eficaz la amenaza generada por la insoportable desigualdad social.