domingo, 25 de noviembre de 2018

Redescubriendo el Mediterráneo


La Fundación Mapfre presenta en sus salas de Madrid Recoletos la exposición "Redescubriendo el Mediterráneo". El nacimiento del arte moderno contó, como una de sus grandes referencias, con el redescubrimiento del Mediterráneo, una vía por la que pareció encontrar un momento de energía y a la vez de sosiego, de equilibrio entre lo antiguo y lo moderno, entre la ciudad y la naturaleza, que supuso una de las etapas más brillantes de la pintura en el tránsito del siglo XIX al XX.
La exposición quiere hacer un recorrido por aquella pintura que, con sus distintas peculiaridades, convirtió, durante aquel período, el Mediterráneo en motor de renovación del arte. Un modo de reconciliar el pasado con un presente cambiante y lleno de contradicciones, en nombre de un clasicismo que se inscribe por derecho propio en la modernidad. De una manera u otra, los artistas presentes en la muestra adoptaron el Mediterráneo, sus aguas y su cultura como uno de los motivos principales de sus composiciones, marcando un momento decisivo dentro de la evolución del arte y deleitándose en un instante de armonía, de paz y de belleza en el curso de las tantas veces atormentada historia del arte moderno.

Siguiendo este hilo conductor, la muestra se abre con España, donde el litoral mediterráneo es, en ocasiones, mero espacio natural que acoge a los artistas locales en sus salidas a pintar al aire libre. Un lugar para el trabajo pero también, y sobre todo, para el placer, para el baño y los niños jugando y corriendo por la playa; es el caso de la pintura de Joaquín Sorolla, Cecilio Pla o Ignacio Pinazo. Sin embargo, nacer en el Mediterráneo también parecía proporcionar unas marcadas señas de identidad. Así lo entendió, en Cataluña, el noucentisme, con Joaquín Torres‐García y Joaquim Sunyer a la cabeza, creando incluso un ideario y una imagen nacional basada en paisajes tranquilos y equilibrados, en una vida sencilla y natural que se quería heredera de una Antigüedad inmutable.
La visión de este mundo idealizado en los artistas catalanes Joaquim Mir o Hermen Anglada Camarasa durante sus estancias en Mallorca se aproxima más, en cambio, a la de los pintores franceses. La isla se convierte en un símbolo de esa Arcadia que tanto anhelan, pero también en un espacio en el que experimentar con los colores puros, dejarse seducir por la naturaleza salvaje y exuberante, buscar la luz clara que desvela los matices más ricos, los contrastes más sugerentes. Es, y lo podemos apreciar en la sección que abre Francia, la misma experiencia de Monet a su llegada a Bordighera, como también la de Signac en Saint‐Tropez o Derain en L’Estaque, del Braque de antes del cubismo, de Renoir en Les Collettes o de Pierre Bonnard en Le Cannet.
Josep Togores. Pareja en la playa. 1922. Museo Nacional de Arte Reina Sofía.

Para los italianos, con los que continuamos el recorrido expositivo, el Mediterráneo parece más bien una idea, un concepto que preside la manera de pintar. Sea cual sea el tema, el Mediterráneo como reencuentro con el clasicismo y las propias raíces parece guiar la mano de artistas como Giorgio de Chirico, Carlo Carrà o Massimo Campligi.

Tanto la obra de Matisse como la de Picasso, con quienes se cierra la exposición, aglutinan aspectos de los pintores anteriormente citados, como si con ellos el Mediterráneo llegara a su culminación. Por un lado, la placidez que transmiten las composiciones de Matisse, con su gusto por la pintura y por la vida. Por otro, la ambivalencia de las obras de Picasso: narrativas algunas, también clásicas y primitivas a un tiempo, en ellas se muestra toda la agresividad y la melancolía del artista, de una vida. Mientras Matisse celebra la naturaleza, Picasso parece no encontrar reposo y alterna estilos, buscando, sin hallarlo, el deleite de la pintura. Y es esta la dialéctica que encontramos en el seno del clasicismo, de un lenguaje al que los artistas vuelven una y otra vez mientras se abren a la modernidad.
Salvador Dalí. Bañistas de Es Llaners, 1923.
© Salvador Dalí. Fundacion Gala-Salvador Dalí, VEGAP, Madrid 2018

La exposición, producida por Fundación MAPFRE, ha sido posible únicamente gracias al apoyo de los más de setenta prestadores que han colaborado en ella. Entre ellos destacan el Musée d'Orsay, Musée national Picasso‐Paris, el Musée Matisse Nice, el Centre Georges Pompidou, el Musée d'art moderne de la Ville de Paris, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el Kunstmuseum Winterthur, el Columbus Museum of Art o el Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto. También ha sido imprescindible la generosa y extraordinaria disposición de las colecciones particulares que han accedido a prestar obras de una calidad extraordinaria. Esta exposición forma parte del proyecto internacional Picasso‐Mediterráneo, una iniciativa del Musée national Picasso‐Paris. Este programa de exposiciones, actividades e intercambios científicos se desarrolla entre 2017 y 2019 y en él participan más de setenta instituciones internacionales. La muestra se compone por 138 obras de 41 artistas y se articula en seis secciones.

España
Desde mediados del siglo XIX, la pintura moderna española encuentra en Valencia uno de sus referentes. El realismo implicó el auge del paisajismo; comenzaron a valorarse la naturaleza y las actividades playeras junto al turismo y el veraneo, fenómenos vinculados a la nueva clase en alza, la burguesía. Ignacio Pinazo es uno de los primeros pintores que, abierto a las innovaciones, se interesa por los aspectos de la vida mediterránea, poniendo el acento tanto en su condición de paisaje como de escenario vital. Los tipos, las costumbres, el mar, la playa y las actividades a ella asociadas pueblan con pinceladas rápidas Día de fiesta, En la playa o Marina, por citar algunos ejemplos. Joaquín Sorolla fue otro de los pintores que hizo del mar el eje de toda su obra. Rocas de Jávea y el bote blanco, ¡Al agua! o Clotilde y Elena en las rocas, con su captación de la profundidad y la transparencia del agua, con sus gamas de color, celebran ese escenario de los juegos de los niños y de los baños de las mujeres. Un mar lleno de luz y alegría, un hábitat natural que podría identificarse con la descripción de la edad de oro en el Mediterráneo.
Joaquin Sorolla. La hora del baño. Colección Esther Koplowitz

Cataluña es, por su ubicación, otro de los lugares privilegiados en este redescubrimiento del Mediterráneo, en el que juega un papel central la renovación del ambiente artístico barcelonés, uno de los leitmotiv en los escritos artísticos de Eugenio d’Ors. El escritor promueve un tipo de clasicismo que encuentra en Joaquim Sunyer y Joaquín Torres‐García sus mejores representantes, con obras tan conocidas como Mediterránea y Pastoral, del primero, o los frescos que en el Palau de la Generalitat de Cataluña realiza el segundo. La figura femenina será, por otra parte, una constante en la pintura y la escultura catalana de estos años, convirtiendo la que podía ser una anécdota en la afirmación de un mito -pronto, a su vez, una convención-, y respondiendo así a lo que ya era una tradición: la identificación de mujer y naturaleza.
Joaquim Sunyer. La primavera, 1915. © Joaquim Sunyer,VEGAP, Madrid 2018

En otro enclave mediterráneo, Mallorca, la pintura de Joaquim Mir y la de Hermen Anglada Camarasa cambiaron de forma sustancial. En el caso del primero, llegó por primera vez en 1899 a la isla, donde se sintió fascinado por las zonas rocosas y escarpadas de la costa, las grutas que se abrían paso entre ellas y su extraña luz, que sugería un aspecto fantasmagórico e irreal. En Torrente de Pareis crea un mundo cósmico, casi panteísta, con la plasmación de un paisaje de tintes angustiosos, de una naturaleza que casi diríamos imaginada. En 1914, Anglada Camarasa se instala en Port de Pollença y comienza a pintar paisajes mallorquines que se acercan al sentido de pureza que caracteriza a los de Mir. Célebre por ser uno de los mayores impulsores de la modernidad en España, con una obra a medio camino entre el simbolismo y el decadentismo, Anglada realiza en Mallorca paisajes y escenas marinas dominados por la violencia del color, lo que le lleva una y otra vez a los límites de su pintura, rozando la abstracción.

Francia
El sur de Francia, que durante mucho tiempo fue una mera etapa en el camino de Roma para los artistas y los aficionados al grand tour, y que, con sus monumentos antiguos de Orange, Arlés y Nimes, ofrecía un adelanto del viaje a Italia, a partir de los años 1880 y durante varias décadas del siglo XX se convirtió en uno de los destinos preferidos por los pintores que buscaban nuevos horizontes. En París, la región Provenzal fue descubierta a través de la literatura. Los escritores viajeros que pasaron temporadas en el Midi —el mediodía o sur francés— coincidían en elogiar la belleza de la vegetación exuberante y la variedad del paisaje, según se mirase hacia el interior o hacia el mar, así como la suavidad del clima mediterráneo y su luz. Fue el caso de George Sand o de Guy de Maupassant, que en sus escritos hablaron de una naturaleza edénica, pero también de un determinado arte de vivir, e invitaban a ver el Midi, donde el tiempo parecía haberse detenido, como un destino en el que poder hallar nuevas fuentes de inspiración.
Claude Monet. Las Villas de Bordiguera 1884. Musée d´Orsay.

El tren París‐Lyon, que llegó hasta Marsella en 1856, hasta Niza en 1864 y hasta Ventimiglia en 1878, facilitó los viajes hacia el sur. Allí se creó una especie de taller a cielo abierto para varias generaciones de pintores que huyen de los embates del mundo urbano. La identificación fue tal que, cuando hoy en día hablamos de “los talleres del Midi”, asociamos los distintos lugares con los artistas que en ellos residieron: Aix‐en Provence con Cézanne, Arlés con Van Gogh, Antibes con Picasso, Niza con Matisse, Le Cannet con Bonnard o Cagnes‐sur‐Mer con Renoir.

Al hablar de Mediterráneo, hablamos de tradición; la del clasicismo, la calma y el equilibrio, el orden y la serenidad; rasgos ideales, modelos creados con el paso del tiempo. Pero con clasicismo no nos referimos solo a la Antigüedad clásica; aludimos asimismo a las fuerzas más primitivas. Así, y aunque pueda resultar paradójico, también al hablar de clasicismo hablamos de modernidad, pues se pueden hacer las obras más modernas en nombre de lo clásico.

Los talleres del Midi
En la década de 1880, tras los pasos del pintor Adolphe Monticelli, Van Gogh se instala en Arlés buscando “el sol del glorioso Midi”. Alquila una casa pintada de amarillo con la intención de convertirla en el “taller del sur” para una comunidad de artistas. Aunque este sueño no pudo hacerse realidad, fueron muchos los pintores que desde entonces acudieron a su llamada. Renoir, Monet, Signac, Braque, Derain, Dufy, Bonnard, Matisse o Picasso fueron a medirse con la luz del Midi. Se reunían todos los veranos, invitándose unos a otros. Algunos solo pasaban unos días, otros volvían a verse con regularidad y otros, como Renoir, Bonnard y Matisse, acabaron quedándose allí definitivamente. A su llegada, la mayoría de los artistas encontraban el mismo problema: ¿cómo dotar a sus obras de la mayor cantidad posible de luz? Casi todos alcanzaron esta meta arriesgándose con el color, que inundaba las composiciones. Así lo expresaba Monet desde Antibes en 1884: “Estoy asustado por los tonos que hay que emplear, temo resultar demasiado terrible y, sin embargo, me quedo muy corto”.
Después de una primera estancia en Collioure, Signac descubrió en 1892 el puertecito de Saint‐Tropez y a partir de ese momento pasó gran parte del año en la zona, dedicándose a pintar el paisaje que le rodeaba y que parecía fuera del tiempo. Allí coincidía frecuentemente con sus amigos Henri‐Edmond Cross, Théo van Rysselberghe y Louis Valtat. Más afines a su estética, los dos primeros fueron alejándose poco a poco del divisionismo, Cross para trabajar en lo que él mismo llamaba “visiones interiores”, como en Mujer joven (Estudio para “El claro del bosque”); Van Rysselberghe, para caminar hacia una mayor libertad técnica, senda en la que coincidiría con Valtat, como se observa en Fragmento de macizo de flores en un jardín de Provenza. 

Pierre Auguste Renoir. Mujer secándose. 1912-14.
Kunst Museum Wintertur.
En 1897, Signac compró La Hune, villa que se convirtió en lugar de encuentro para Matisse, Camoin, Marquet, Manguin y Bonnard. Ninguno de ellos era puntillista estricto, pero compartían el mismo interés por la luz y su relación con el color. Tanto Camoin como Manguin tomaron por costumbre pasar largos períodos en el Midi y, tras su etapa fauve, atemperaron sus composiciones para representar motivos de carácter edénico, como ejemplifican las obras de Manguin Cassis, el baño o La faunesa, transmitiendo la sensación de una felicidad al margen del tiempo. En el verano de 1905, Derain y Matisse comenzaron en Collioure a trabajar con el color brillante y puro, iniciando la aventura fauvista. Un año después, Derain se reunió con Braque y sus amigos Dufy y Friesz en L’Estaque para seguir desarrollando esta pintura, que tiene en su obra L’Estaque o en el Paisaje en L’Estaque de Braque buenos ejemplos.

A pesar de que la experiencia fauvista tuvo un desarrollo limitado en el tiempo, pues Braque y Dufy, siguiendo la estela de Cézanne, iniciaron un tipo de composiciones que darían lugar al cubismo, el uso del color siguió vivo en todos estos pintores y, sobre todo, en Friesz, que, entre fauvismo y neocezannismo, realizó una obra de carácter clásico en sus desnudos y pastorales, como es el caso de Las bañistas / Las señoritas de Marsella. Una preocupación, la del color, que no le fue ajena a Bonnard, quien en Le Cannet se dedicó incansablemente a reinterpretar el paisaje, en lienzos invadidos por el color y la materia, y en los que las ventanas y terrazas —La terraza soleada—, como lugar de conexión entre el mundo privado y el público, adquirieron cada vez mayor protagonismo.

Italia
En noviembre de 1918 nace en Roma la revista Valori Plastici, bajo la dirección de Mario Broglio y con la colaboración de Carlo Carrà, Giorgio de Chirico y Alberto Savinio. Esta publicación, si bien no tiene una línea programática, parece cuestionarse el papel del artista en el mundo contemporáneo y subraya la crisis de las vanguardias tras la Primera Guerra Mundial, al tiempo que da voz al desarrollo de nuevos lenguajes que se encuentran en una dialéctica continua entre la recuperación del pasado, y por lo tanto, del realismo, y el deseo de inscribir este discurso en el seno mismo de la modernidad. Valori Plastici promueve, así, una vuelta a lo antiguo, al mito y al clasicismo, algo que apreciamos en las barcas de Carrà, en las escenas de Campigli o en las musas y los caballos de De Chirico.
Giorgio de Chirico. Los dos caballos a la orilla del mar. 1926

Todas estas obras caminan por una senda en la que el tiempo parece haberse detenido. Campigli intensifica además esta sensación mediante la técnica que utiliza: trabaja el lienzo como si de un fresco pompeyano se tratara. Escenas que, en principio, podrían resultarnos familiares se muestran, en cambio, bajo el aspecto de lo extraño y lo inquietante. Imbuidas de melancolía, estas pinturas parecen hablarnos de la pérdida, una pérdida difícil de definir, de describir o de representar. Imágenes del alma que nos remiten al pasado, al clasicismo, recordándonos que la felicidad de la Arcadia mediterránea nunca volverá a ser la misma.

Matisse
Henri Matisse. Figure à l´ombrelle, 1905.
 Musée Matisse, Niza
Matisse se traslada a Saint‐Tropez, junto a Signac, en el verano de 1904, momento a partir del cual, y por una breve etapa, la influencia del divisionismo se hará palpable en su pintura, tal y como vemos en Figura con sombrilla. Al año siguiente llega a Collioure, tras haber presentado sus obras en el Salón parisino en el que fue bautizado jefe del que hoy conocemos como grupo fauvista. Desde 1907, el estallido fauve comienza a atenuarse en su producción, que, bajo la influencia de Cézanne, se verá protagonizada por la figura femenina.

En 1917, Matisse viaja a Niza, donde cuatro años después se instalará para el resto de su vida. Las figuras monumentales de años anteriores van quedando desplazas por una pintura de carácter más intimista. A partir de 1938, cuando ya vive en un antiguo palacio de la ciudad alta transformado en viviendas, su trabajo está dominado por la relación entre la luz y el color puro, en unión con la línea del dibujo. Una dialéctica que resuelve con los papeles recortados: como si dibujara con las tijeras, el artista recorta grandes superficies de papel previamente coloreado, técnica que traslada a las vidrieras de la capilla de los dominicos de Vence, su gran última obra, donde consigue que el color sea luz
y la luz, color.

Picasso
Tanto las tradiciones mediterráneas como la luz y la vegetación del entorno resultan estímulos imprescindibles para Picasso a la hora de crear. Cada estancia veraniega en la Costa Azul, donde acude desde los años veinte y treinta, significa para el artista un nuevo escenario y, con él, un cambio en los motivos de su trabajo. Seducido por el aislamiento de la villa y las vistas sobre la bahía de Cannes, en 1955 Picasso compra La Californie, una gran casa‐taller donde se dan cita los temas que le han ocupado hasta entonces: la representación del taller, el pintor y la modelo, la figura femenina. Durante este período trabaja también en lo que él mismo denomina “paisajes interiores”: los motivos que observa desde su ventana -los pichones- o variaciones del interior de La Californie a partir de los distintos tonos de la luz que entra por las ventanas.
Pablo Picasso. La Bahía de Cannes 1958. Museo Nacional Picasso. Paris

Cansado quizá de la afluencia turística, en septiembre de 1958 Picasso se traslada al château de Vauvenargues, ubicado en las faldas del monte Sainte‐Victoire. Solo tres años más tarde, sin embargo, marcha a Notre‐Dame‐de‐Vie, una finca en el flanco de una colina de Mougins. La casa se convierte en parte de su historia. En las paredes del comedor coloca algunas de sus obras fetiches, como si de alguna manera, en Mougins, el artista hubiera vuelto a sus raíces, cerrando así un círculo cuyo comienzo y cuyo final es el Mediterráneo.