miércoles, 4 de marzo de 2020

Rodín --- Giacometti

Alberto Giacometti dans le parc d’Eugène Rudier au Vésinet, posant à côté des Bourgeois de Calais de Rodin, 1950
Foto: Patricia Matisse Fondation Giacometti, París 
A pesar de estar separadas por más de una generación, las trayectorias creativas de Auguste Rodin (París, 1840 - Meudon, 1917) y Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901 - Coira, Suiza, 1966) muestran —junto a disparidades inevitables— significativos paralelismos que se desvelan por primera vez en esta exposición conjunta presentada en la sala Recoletos de Fundación MAPFRE. Además de que sus respectivas obras comparten aspectos puramente formales como pueden ser el interés en el trabajo de la materia y la acentuación del modelado, la preocupación por el pedestal y el gusto por el fragmento o la deformación, por citar solo algunos, el diálogo que se establece entre ellos va mucho más allá. Rodin es uno de los primeros escultores considerado moderno por su capacidad para reflejar —primero, a través de la expresividad del rostro y el gesto; con el paso de los años, centrándose en lo esencial— conceptos universales como angustia, dolor, inquietud, miedo o ira. Y este es un rasgo fundamental en la creación de Giacometti: sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba «los guardianes de los muertos», expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana.

Rodin accoudé à une selette à côté du monument à Victor Hugo c. 1898
Fotografía: Dornac [Pol Marsan / seudónimos de Paul Cardon]
Foto: © musée Rodin
Rodin fue el maestro indiscutible del siglo XIX; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias, muchos fueron los artistas que se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, alejado del suyo, que consideraban en muchos aspectos tradicional. El propio Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad —tal y como demuestran los numerosos dibujos copiando sus obras que hizo en los libros sobre Rodin que conservó toda su vida—, renegó durante un tiempo del maestro francés y dirigió su mirada a estos nuevos escultores, entre los que se encontraban Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens. Tras ese breve período «neocubista», el suizo se unió a las filas del surrealismo y creó composiciones complejas cargadas de contenido simbólico. Sin embargo, a partir de 1935, la figura humana volvió a ocupar el centro de su trabajo para ir definiendo la estética por la que se le identifica esencialmente, aquella que iría perfilando en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Al buscar un arte que remitiese a lo real sin renunciar a la afirmación personal de un artista moderno, Giacometti rápidamente encontró a Rodin en su camino. Ante todo, por la cuestión de la tactilidad, que había sido fundamental para el artista francés, pues, a través de ella y de la expresividad que conlleva, es capaz de representar los sentimientos y las pasiones humanas. En Giacometti, este aspecto genera una experimentación sin precedentes, que mantendrá hasta el final de su carrera. Pasos en ese propósito son gestos como el de mostrar las huellas de sus dedos en la materia, que se presenta, así como si esta estuviera viva, frente al tipo de escultura que había realizado junto con los escultores cubistas y surrealistas, de superficies extremadamente lisas. Junto a ello está la concesión de importancia al pedestal, convertido por Giacometti en parte esencial de la composición, lo que le acercó al arte del ensamblaje que practicaba Rodin. Asimismo, ambos artistas comparten una mirada a la Antigüedad clásica que desemboca en sus respectivas obras en la interpretación libre de los modelos del pasado, ya fueran completos o fragmentarios.


Alberto Giacometti travaillant dans son atelier, Paris 1955
Photo by Isaku Yanaihara/ © Suki Yanaihara/ Permission granted through Misuzu Shobo, Ltd. Tokyo
En 1922, cuando Alberto Giacometti llega a París por expreso deseo de su padre para estudiar en la Académie de la Grande Chaumière, donde enseña Antoine Bourdelle, quien fuera alumno y ayudante de Rodin, ya han pasado cinco años de la muerte del este último. Desde 1890 y, sobre todo, tras su exposición en 1900 en el Pavillon de l’Alma, Rodin fue considerado uno de los más importantes artistas del momento. En julio de 1939 se inauguraba, cuarenta años después de haber sido terminado, su Monument à Balzac [Monumento a Balzac]. Giacometti asistió a este acontecimiento no solo para poder ver un trabajo que ya debía de conocer bien, sino también para apoyar el reconocimiento de un artista que se erigía como «genio de la escultura moderna». Años después, en el paso de la década de 1940 a la de 1950, el interés de Giacometti por Rodin se reavivó, tal y como testimonian las fotografías tomadas en Le Vésinet, el parque de Rudier, quien fue fundidor tanto de uno como de otro. El artista suizo posó junto a L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y se mezcló entre los personajes del Monument des Bourgeois de Calais [Monumento a los Burgueses de Calais], pues, según sus propias palabras, se sentía «en un museo magnífico de la escultura contemporánea».

La selección de obras que forma la exposición se plantea como una constante conversación desarrollada por la obra de los dos artistas en el espacio a través de nueve secciones. Muestra cómo ambos creadores hallaron, en sus respectivas épocas, modos de aproximarse a la figura que reflejaban una visión nueva, personal pero engarzada en su tiempo: en Rodin, el del mundo anterior a la Gran Guerra; en Giacometti, el de entreguerras y el inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por el desencanto y el existencialismo. La muestra, compuesta por más de 200 piezas, se articula en nueve secciones ordenadas por conjuntos temáticos.

GRUPOS
Auguste Rodin fue uno de los primeros escultores en emprender el camino hacia lo real, pues, para él, «la belleza reside únicamente allí donde hay verdad». Para inscribir la escultura en el mundo de la realidad, compleja y variable, y no estática y congelada, Rodin desarrolla la llamada «técnica de los perfiles». En lugar de trabajar sus obras desde un solo lugar y con un punto de vista dominante, toma apuntes desde todas las perspectivas posibles moviéndose alrededor del modelo. Cuando traslada ese movimiento a la obra, no siempre es entendido. En 1885, el ayuntamiento de Calais le encargó un monumento para conmemorar la gesta de unos ciudadanos que, en 1347, tras un largo asedio sufrido por la ciudad durante la Guerra de los Cien Años, se ofrecieron como rehenes al rey Eduardo III de Inglaterra. Rodin planteó el monumento como seis figuras independientes que después ensamblaría, tratando de mantener la identidad de cada elemento, aunque sin perder la visión de conjunto. Al romper con la tradición —pues en lugar de presentar un solo personaje esculpió un grupo de seis hombres que avanzan, pero de forma individual, hacia su trágico destino—, la escultura no fue bien recibida y no sería inaugurada hasta 1895, seis años después de que el escultor la diera por terminada.
Auguste Rodin. Monument des Bourgeois de Calais, 1889 (copia moderna)
Musée Rodin, París. Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)

A finales de la década de 1940, Giacometti se interesa por la cuestión de los grupos escultóricos, debido sin duda a la influencia del Monumento a los Burgueses de Calais. Obras como La Place (Composition avec trois figures et une tête) [La plaza (Composición con tres figuras y una cabeza)], Quatre femmes sur socle [Cuatro mujeres sobre pedestal] o La Clairière [El claro], las tres de 1950, muestran cómo Giacometti traslada la idea de grupo a lo esencial. En 1932, el artista suizo ya había realizado una escultura titulada Projet pour une place [Proyecto para una plaza], que culminará años después, en 1956, a raíz del encargo del grupo escultórico de la explanada situada ante el edificio del Chase Manhattan Bank de Nueva York, concebida en origen como un grupo de tres figuras. Entre medias, estos grupos escultóricos, más pequeños, nos hablan del interés del artista a lo largo de toda su trayectoria por comprender la paradoja que supone la soledad del individuo en medio de la multitud.
Alberto Giacometti. La Clairière, 1950, Fondation Giacometti, París
Foto: Fondation Giacometti, París

ACCIDENTE
El uso creativo del accidente fue una de las mayores contribuciones de Rodin a la escultura moderna, como vemos en Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], de 1864. Partes de materia fragmentada, sucesos fortuitos en el proceso de modelado, en lugar de ser desechados y asociados al error y el fallo, se recuperan y se incorporan al proceso creativo y a la obra final otorgándole un significado distinto a la escultura. A partir de 1890, Rodin trabaja en esculturas anteriores en el tiempo y elimina ciertas partes de las mismas con el fin de acentuar su expresividad y resaltar esos accidentes. Errores del modelado y ausencia de fragmentos se hacen evidentes en Torse masculin penché en avant [Torso masculino inclinado hacia delante] (c. 1890), no menos que en la pequeña versión de La Terre, petit modèle [La Tierra, modelo pequeño] (1893-1894).

También es manifiesta la fractura en la Tête d’homme [Cabeza de hombre] (c. 1936) de Giacometti o en las hendiduras de los ojos y la «raja» que conforma la boca de la Tête de Diego [Cabeza de Diego] (1934-1941). Es como si Giacometti hubiera retomado ese aspecto que caracteriza la escultura de Rodin y reflexionara sobre él, alterando su significado o quizá otorgándole un sentido aún más pleno. La multitud de fragmentos de sus obras, que Giacometti guardaba en su taller, confirman también este gusto por el accidente en el maestro suizo, consciente de que los objetos fragmentados pueden cobrar una vida y una belleza de la que carecerían si estuvieran completos.

MODELADO Y MATERIA

Auguste Rodin. Eustache de Saint-Pierre c. 1885-1886
Foto: © agence photographique du musée Rodin - Pauline Hisbacq

Tras sus experimentaciones cubistas y su paso por el surrealismo, Giacometti, en su búsqueda de «figuras y cabezas vistas en perspectiva», va destilando cada vez más sus esculturas hasta realizar el tipo de obras por las que llegaría a ser másconocido. Sus características figuras alargadas sustituyen entonces a las piezas anteriores, de gran perfección técnica, y el trabajo de la materia y el modelado se convierten en protagonistas de sus obras. También lo eran para Rodin, que en ocasiones dejaba percibir el barro bajo el bronce, mostrando un modelado enérgico y vital que es, paradójicamente, el responsable de la expresión de la fragilidad humana. Así lo muestran esculturas como Eustache de Saint Pierre (c. 1885-1886) o los distintos ropajes que realiza para la figura de Balzac.

Alberto Giacometti Figure debout, 1958 Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020




La fragilidad fue asimismo uno de los elementos fundamentales en la visión que tuvo Giacometti de su obra. Figure debout [Figura de pie] (1958), profusamente modelada, parece desgastada, casi a punto de desaparecer, configurando una imagen que sugiere la de una existencia efímera. Lo mismo ocurre con el Petit buste de Silvio [Pequeño busto de Silvio] (1944-1955), reducido hasta «el tamaño de un alfiler», o con el Buste de Diego [Busto de Diego] (1965-1966) en yeso, en el que se aprecian no solo las huellas de los dedos de Giacometti, sino también la incisión de sus uñas marcando la superficie.



DEFORMACIÓN
La búsqueda de la expresividad en las esculturas que emprende Rodin se caracteriza por el énfasis que introduce en los rostros de sus figuras, que tienden en ocasiones a la caricatura. Modelado y ensamblado conviven con rostros que se deforman en busca del impacto expresivo, como puede verse en Tête de la Muse tragique [Cabeza de la Musa trágica] (1895) o en las diferentes versiones que realiza de Le Cri [El grito].

Alberto Giacometti Le Nez. Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
El caso de Giacometti es algo distinto, pues la deformación no nace de esa búsqueda de expresividad, o no solo. Tras la guerra, las esculturas del artista suizo tendieron a ser cada vez más alargadas y estilizadas, a veces de muy pequeño tamaño, pues, tal y como señalaba el propio escultor, ese era el modo en el que realmente veía sus motivos. En 1960 escribía: «Ya no sé quién soy, dónde estoy, ya no me veo, pienso que mi rostro debe ser percibido como una vaga masa blancuzca, débil […]. Los personajes no son más que movimiento continuo hacia el interior o hacia el exterior. Se rehacen sin parar, no tienen una verdadera consistencia, es su lado transparente. Las cabezas no son ni cubos, ni cilindros, ni esferas, ni triángulos. Son una masa en movimiento, [apariencia], forma cambiante y nunca completamente comprensible». Y es quizá esa incomprensión de la realidad la que genera esculturas como Le Nez [La nariz] (1947-1950) o Grande tête mince [Gran cabeza delgada] (1954). 

CONEXIONES CON EL PASADO

Auguste Rodin. Torse de l’Etude pour Saint Jean Baptiste, 
dit Torse de l’Homme qui marche , 1878-1879 (fundición en 1979) 
Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)


La relación de Rodin con el arte antiguo se remonta a su aprendizaje en la École Spéciale de Dessin, a sus visitas al Louvre, donde copia a los maestros, y a un viaje por Italia en 1875. En este viaje resulta fundamental su paso por Florencia, donde descubre la escultura de Miguel Ángel, y por Roma, donde contempla la estatuaria antigua. Ello tiene reflejo, por ejemplo, en los distintos torsos de hombre o en las formas de La Méditation sans bras, petit modèle [La Meditación sin brazos, modelo pequeño], que realiza en 1904 y que nos devuelve al mundo griego.






Alberto Giacometti. Femme (plate V) c. 1929. 
Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Por su parte, entre 1912 y 1913, Giacometti comenzó a copiar a Durero, Rembrandt y Van Eyck a partir de ilustraciones encontradas en los libros de su padre. Esta actividad se prolongó luego en el Louvre, donde dedicó mucho tiempo a realizar copias, sobre todo de la escultura egipcia. También viajó a Italia: en 1920 está en Venecia con su padre y queda fascinado por los colores de Tintoretto y los mosaicos de la basílica de San Marcos, y, según su testimonio, se «conmueve» con los frescos de Giotto en Padua. En el Musée de l’Homme en París conoce el arte oceánico, africano y cicládico, e integra todas estas enseñanzas en su obra. Buen ejemplo de ello son los numerosos dibujos en los que copia muestras de estas manifestaciones culturales. El artista suizo recordaba así esta fusión: «Surge ante mí todo el arte del pasado, de todas las épocas, de todas las civilizaciones; todo se vuelve simultáneo, como si el espacio hubiese ocupado el lugar del tiempo».



SERIES
Tanto en Rodin como en Giacometti, el proceso de repetición de un mismo motivo es una práctica habitual. Por un lado, se trata de un modo de penetrar más en el estudio del modelo representado y en su psicología; por otro, la repetición les permite ir transformando la obra, que parecen resistirse a dar por finalizada. En ese proceso, también se transforma el significado de la obra final, que, partiendo de la anécdota, suele acabar respondiendo a aspectos universales de la existencia. Es quizá esta novedad en el proceso escultórico, la de no dar el trabajo nunca por acabado, uno de los aspectos que más interesan a Giacometti de Rodin. El artista suizo, en 1957, señalaba al respecto: «Ninguna escultura destrona a otra. Una escultura no es un objeto, es una pregunta, una cuestión, una respuesta. No puede ser acabada ni perfecta. El problema no se plantea siquiera. Para Miguel Ángel, con la Pietà Rondanini, su última escultura, todo vuelve a empezar. Y durante mil años Miguel Ángel habría podido esculpir Piedades sin repetirse, sin volver atrás, sin acabar nunca nada, yendo siempre más lejos. Rodin también». Para sus retratos de Balzac o Victor Hugo, no menos que para los de su compañera Camille Claudel, Rodin multiplica los dibujos y estudios. También lo hace cuando realiza, maravillado por la expresividad de sus facciones, el retrato de la bailarina japonesa Hanako, a la que conoce en Marsella en 1906 y de la que se conocen cerca de cincuenta y ocho esculturas.
Son célebres asimismo las series de retratos de Giacometti, creadas sobre todo a partir de 1935 y más adelante, tras la guerra. Su hermano Diego o la modelo profesional Rita Gueyfier son algunos de los modelos que posan diariamente en su estudio, donde el artista se consagra al intento de captar «lo verdadero». Y en aras de este propósito, no duda en volver una y otra vez sobre las imágenes de sus retratados, borrarlas insatisfecho y volverlas a hacer una y otra vez.

PEDESTAL

Auguste Rodin. Assemblage: Femme-Poisson et 
Torse d’Iris  sur gaine à rinceaux Posterior a 1890. 
Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)
La integración del pedestal con el motivo escultórico ha sido uno de los grandes problemas de la escultura moderna. Al trabajar en grupos escultóricos con personajes individualizados, como es el caso de los Burgueses de Calais, Rodin se enfrenta a este aspecto y considera las distintas soluciones con el pedestal, lo que le permite establecer una mayor o menor distancia con el espectador. En esa escultura grupal, parece que, en un principio, el artista intentó evitar el emplazamiento de las figuras sobre un pedestal, pues deseaba incorporarlas a las mismas losas del pavimento. Finalmente hubo de situar su obra sobre una peana baja. Pero Rodin, con su intención inicial, ya adelantaba uno de los rasgos fundamentales de la escultura del siglo XX: eliminar la base de los Burgueses equivalía a poner a la misma altura al espectador y a los rehenes que caminan hacia la muerte, es decir, insertar la escultura al mundo real y despojarla de su aura de intangibilidad. En la apertura del Pavillon de l’Alma, en 1900, Rodin utiliza una serie de columnas del Louvre en las que encarama sus esculturas, generando así distintos efectos en el montaje de la exposición. Es el caso de Sphinge sur colonne [Esfinge sobre columna] o Pied gauche sur gaine à rinceaux et cannelures [Pie izquierdo sobre estípite con follaje y acanaladuras]. Por su parte, en La Pensée [El pensamiento], podemos ver otra solución distinta, un modo innovador de utilizar el pedestal como una gran base de la que surge la cabeza de la figura; en este sentido, el contraste que genera el tratamiento de la superficie, junto con el modo de ensamblar el fragmento con la base, funciona como una alegoría.

El pedestal, en la obra de Giacometti, es el equivalente de los marcos que utiliza en pinturas y dibujos, o funciona al modo en que lo hacen las «jaulas» en las que a veces introduce algunas de sus esculturas. No sirve solo como un modo de aislar la figura y generar distancia con el espectador. Una figura pequeña en un pedestal de mucha altura o muy ancho hace que se vea incluso más pequeña cuando se observa desde la distancia. Pero no es este el único motivo para utilizar pedestales de uno u otro tamaño, también lo es generar un diálogo entre base y figura.

EL HOMBRE QUE CAMINA

Auguste Rodin. L’Homme qui marche, grand modèle, 1907
© musée Rodin, photo Hervé Lewandowski

Los numerosos dibujos que Giacometti hace de las esculturas de Rodin dan buena cuenta de la importancia que tiene para el artista esta disciplina en su proceso creativo. Varias son las publicaciones sobre el maestro francés en las que Giacometti copia en una página L’Homme qui marche [El hombre que camina] —sacado por Rodin, en 1907, de una versión más pequeña de su San Juan Bautista—, frente a la reproducción de una obra del maestro, como si estuviera reflexionando sobre el motivo para luego plasmar esta idea en su propio trabajo. Las versiones de El hombre que camina realizadas por ambos artistas se cuentan, sin duda, entre las piezas más conocidas de la escultura universal y es evidente que Giacometti parte de Rodin para trabajar sobre este motivo; y lo mismo sucede con su escultura L’homme qui chavire [El hombre que se tambalea] y las distintas versiones del tema que realiza a partir de finales de los años cuarenta.

Alberto Giacometti. Homme qui marche II, 1960
Foto: Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Comparado con el de Rodin, el Hombre que camina de Giacometti parece desgastado y frágil, si bien el del maestro francés muestra una gran expresividad y con ello todo el sentimiento de la fragilidad humana. Pero, más allá de las diferencias, ambos autores abordan con este motivo uno de los aspectos esenciales de la escultura: ¿cómo mantener en pie la materia?, ¿cómo erigirla?; cuestiones que confluyen en una reflexión sobre el ser humano y su capacidad, tanto literal como metafórica, para no caer. En este sentido, la escultura se convierte a su vez en metáfora de la humanidad. Y si el Hombre que camina de Giacometti es aquel que aparece triunfante y se mantiene en pie frente a los acontecimientos de la vida, El hombre que se tambalea es metáfora de la precariedad de la existencia humana: dos caras de la misma moneda, dos preguntas y dos respuestas para futuras
generaciones.

EN EL ESTUDIO
Rodin recurrió a la fotografía para ayudarse en su trabajo desde finales de la década de 1870 hasta su muerte en 1917. Sin embargo, ni él ni Giacometti solían colocarse tras la cámara y preferían que fueran otros quienes les retratasen. El artista trabajando, el artista y su modelo, la obra en proceso de ejecución o el desorden del estudio son temas frecuentes en las fotografías de uno y otro artista, imágenes que también permiten hallar parecidos en sus colecciones y en sus talleres; «celdas, cuartos vacíos y pobres, llenos de polvo y grisura», como diría Rainer Maria Rilke a propósito del de Rodin. Un espacio que no debía de ser muy distinto del de Giacometti, pues, según Jean Genet: «[...] (toda su persona tiene el color gris de un estudio). Por simpatía, quizás, ha adquirido el color gris del polvo». En los comienzos de su carrera, cuando Rodin es aún un desconocido en el mundillo artístico, su vecino de taller, Charles Aubry, especialista en estudios al natural de plantas, realiza una serie de retratos del artista, donde aparece con barba incipiente. Hay que esperar a finales de los años setenta, cuando Rodin tiene ya casi cuarenta años, para que su nombre, tras el escándalo de L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y La Porte de l’Enfer [La puerta del Infierno], circule entre la prensa especializada y los estudios parisinos. Tras contratar a una serie de fotógrafos profesionales, Rodin se da cuenta de la importancia de difundir su obra y, sobre todo, de mantener el control de esta difusión, y decide contratar a Eugène Druet, un fotógrafo aficionado que trabaja de forma gratuita. En 1903, tras su separación, contrata al editor fotográfico Jacques-Ernest Bulloz, quien realiza ya fotos en color al carbón, gracias al uso de pigmentos azules, verdes, sepia y naranja.

Las primeras fotos de Giacometti están ligadas al grupo de los surrealistas y al círculo artístico que frecuenta. Es en las páginas de las revistas donde los artistas reunidos en torno a Breton se expresan o debaten sus ideas. El propio Giacometti publica determinadas obras en alguna de estas revistas, como en Cahiers d’Art. Más adelante, las fotos del artista en el estudio se convertirán en imprescindibles, como si el taller fuera una prolongación de su persona. Giacometti mantuvo siempre su estudio parisino de la Rue Hippolyte-Maindron y, tras su estancia en Suiza durante la guerra, volvió a él, creando una especie de microcosmos que fotógrafos como Ernst Scheidegger, Alexander Liberman, Brassaï o su marchante neoyorquino Pierre Matisse no se cansaron de captar en imágenes.