viernes, 18 de diciembre de 2015

Ingres conquista El Prado


El museo del Prado presenta la primera exposición monográfica en España dedicada a la obra de Jean-Auguste Dominique Ingres (1780-1867), uno de los jalones más influyentes en el devenir de la pintura del siglo XIX. Esta muestra excepcional traza un recorrido a través de más de 60 obras entre las que se incluyen, además de los préstamos franceses, piezas procedentes de colecciones belgas, inglesas, italianas y norteamericanas, para facilitar al desarrollo cronológico de la trayectoria profesional de Ingres. Su obra, anclada en el academicismo sólo aparentemente, constituye sin duda un jalón esencial hacia las revoluciones artísticas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Descendiente de Rafael y de Poussin,  es a la vez anunciadora de Picasso y de las distorsiones anatómicas; inspirando la renovación de las escuelas europeas del siglo XIX, especialmente de la española.
La exposición organizada por el Museo del Prado, con la especial colaboración del Museo del Louvre, presenta un desarrollo cronológico preciso de la obra de Ingres, pero también presta atención, de manera muy específica, a su compleja relación con el arte del retrato, construida a través del rechazo y de la admiración, y que se confrontará con su ambición constante por ser reconocido, en primer lugar, como un pintor de Historia.

Un artista, múltiples formaciones

La familia Forestier, 1806
“Ya era hábil en el manejo del pincel cuando David se hizo cargo de la tarea de enseñarle”, señalaba uno de los más fieles discípulos de Ingres. Aunque se ha repetido que este fue, únicamente, un discípulo de David, la realidad es más compleja. Su padre, pintor de fama provinciana pero con grandes aspiraciones, ya se ocupó de iniciarle en los secretos del oficio –a los diez años Ingres pintaba y dibujaba como un auténtico profesional–, y planeó sus siguientes pasos. Así, acompañó a su hijo a Toulouse, donde la Academia local pulió, en pleno periodo revolucionario, ese talento cultivado desde niño. Allí, Ingres adquirió una sólida formación, interesada en la Antigüedad, y mostró ya una sensibilidad exquisita que encumbraba el arte de Rafael. Graduado en 1797, su llegada a París ese mismo año revelaba su ambición. Inscrito como discípulo de David y como alumno de la École des Beaux-Arts, estudió “con más continuidad y perseverancia que la mayoría de sus condiscípulos” para esquivar “todas las locuras turbulentas que ocurrían a su alrededor”. Mientras, aprovechó la efímera existencia del Museo Napoleón, que reunía el más bello conjunto de cuadros saqueados a los países ocupados por los franceses durante el periodo napoleónico, y participaba en los debates estéticos del atelier de su maestro. Pero la meta era el Grand Prix de Roma, el mayor reconocimiento con el que señalaba Francia a sus artistas jóvenes.

Retratos íntimos. Primeros retratos oficiales

François-Marius Granet, 1807
Ingres fue un retratista de éxito a su pesar. Desde el principio de su carrera aceptó encargos de retratos, aunque escenificaba hacerlo a disgusto: “Siempre es así. Siempre tiene el deseo de todo y siempre lamenta lo que ha aceptado cuando se pone a ejecutarlo”, escribiría en tono irónico uno de sus mejores confidentes. La necesidad de ajustarse al valor jerárquico de los géneros pictóricos hizo que intentara postergar su talento como obligado retratista para alcanzar el deseado prestigio como pintor de Historia. Sin embargo, desde sus primeras incursiones parisinas en el retrato, este se reveló como uno de los fundamentos principales de su arte y como vehículo idóneo para presentar sus ideas estéticas. A la espera de que la remuneración por obtener el Grand Prix en 1801 se materializara –lo que no sucedió hasta 1806–, era un artista necesitado e interesado obviamente en su proyección mundana; entonces se dio a conocer como un retratista, no sin polémica. Sus retratos de esta época reflejan la plenitud de los modelos italianos, el colorismo de los flamencos y unas sutiles reminiscencias goticistas que revelan la asimilación madura de los modelos de la tradición de la pintura reunidos en el Louvre napoleónico. Al mismo tiempo, constituyen el mejor adelanto de la vía artística independiente que emprendió en sus años romanos.

Roma y los mitos

El sueño de Ossian, 1813
Ingres llegó a Roma como pensionado en 1806. Allí buscó un escenario que le permitiera concentrarse en sus búsquedas pictóricas, alejado en cierto modo del intenso ambiente de convivencia en el que, en general, vivían los artistas en la Ciudad Eterna. Paradójicamente, su controlado ostracismo se tradujo en cierta apertura estética pero, sobre todo, en una profundización rigurosa en sus ideales artísticos, definidos por su estudio de la tradición clásica, así como por su apasionada admiración por Rafael.
El fin de su beca en 1810 coincidió con el establecimiento en Roma de la segunda capital del Imperio, lo que le ofreció la posibilidad de prolongar su estancia, al servicio de Napoleón y de los altos funcionarios que le requirieron, hasta que en 1820 marchó a Florencia. Los gustos refinados de la peculiar clientela le brindaron la irrepetible oportunidad de experimentar nuevos posicionamientos estéticos, sediento aún de la monumentalidad histórica romana.

El desafío clásico

Virgilio lee la Eneida ante Augusto, Octavia y Livia, 1836
La escenificación de la tradición clásica fue una de las constantes en la producción de Ingres. Su interés por la literatura grecolatina desempeñó un papel esencial en ello, porque le permitía aunar la vocación clasicista de su estética y el valor inmarcesible de los grandes argumentos de la Antigüedad.
En Roma, Ingres pintó una composición sobre Virgilo en la que reflejó el momento culminante de la fama del poeta latino: el instante en el que, ante el emperador, lee La Eneida, su obra cumbre. En la Villa Aldobrandini, la residencia del gobernador napoleónico en Roma, el cuadro estaba emparejado con una Coronación de Homero -hoy desaparecida- del pintor español José Aparicio; conjugadas, supondrían la primera gran configuración de su credo estético.
Cuando en 1826, ya en París, Ingres ideó como decoración para el techo de una de las nuevas salas del Musée du Louvre su propia Coronación de Homero, culminaba su voluntad de anclar su estética a la idealidad literaria: la representación de Homero, coronado ante la presencia de los grandes mitos de la cultura occidental de raigambre clásica, acuñó la imagen definitoria de clasicismo.

"Troubadour"

Francisco I asiste al último suspiro de Leonardo da Vinc, 1818
En Italia, mientras pensaba grandes composiciones clásicas, Ingres realizó por encargo pequeñas pinturas con asuntos incardinados en la naciente tendencia troubadour. Para escándalo de la Academia -sujeta al ideario de la Antigüedad clásica, expresado en historias ejemplares volcadas en lienzos de gran tamaño-, estas pequeñas pinturas reflejaban historias de interés más emocional que histórico, ambientadas en las cortes europeas de la Edad Media o Moderna. Realizadas con una factura y entonación próximas a la pintura holandesa, no carecían de cierta dosis de melancolía por el pasado, propia del gusto de la restauración monárquica francesa de 1814.
Ingres, que absorbió el influjo troubadour, pintó por encargo episodios anecdóticos de la historia. Pero, yendo más allá, en un personal ejercicio de introspección, evocó además escenas de las vidas de los artistas que más admiraba, particularmente de Rafael, que partían de relatos literarios o de las Vidas de Vasari y que repetía a menudo. También representaría episodios de intensidad emocional épica, extraídos directamente de los grandes clásicos de la literatura italiana, como la Divina comedia de Dante.

Ingres y el XIV duque de Alba

Autorretrato de medio cuerpo, 1835
En fechas muy tempranas y antes de que fuera considerado un artista famoso, Ingres disfrutó de la atención de un patrono español, Carlos Miguel Fitz-James Stuart (1794-1835), VII duque de Berwick, llamado a suceder a su prima -la célebre duquesa goyesca- en el título de Alba. Deseoso de engrandecer su linaje, amasó una brillante colección artística que comprendía desde estatuas romanas a cerámicas clásicas y, desde luego, grandes encargos de pintura y escultura contemporáneas.
Ingres estuvo a su servicio tras la desaparición de la corte napoléonica en Roma, y recibió de él numerosos encargos, de los que solo llegó a terminar uno: Felipe V impone el Toisón de Oro al duque de Berwick (Madrid, Fundación Casa de Alba). A diferencia de las pequeñas pinturas de historia, esa obra aborda un asunto histórico de consideración: el momento en que Felipe V condecora al duque de Berwick por sus méritos militares defendiendo la opción borbónica frente a la austríaca en el marco de la Guerra de Sucesión. El lienzo gozó siempre de la estima de Ingres, que lo incluyó entre sus obras de mayor mérito académico al ingresar en el Institut de France.

Mujeres cautivas

La gran Odalisca, 1814

Frente al tratamiento del desnudo masculino, heroico y marcial, que había aprendido de David, Ingres se adentró en ese género únicamente a través de la pura carga erótica contenida en la belleza del cuerpo femenino, sin obedecer a los cánones estéticos del desnudo académico. Su Odalisca, liberada de toda razón moral y sin entender ni de mitología ni de historia, se hizo célebre por constituir una invitación directa al placer sensual. Se considera, por ello, el primer gran desnudo de la tradición moderna.
A veces, uniendo al erotismo una cierta dosis de terror, Ingres planteó sus desnudos femeninos en escenarios hostiles y peligrosos. Ruggiero libera a Angélica reflejó una reconocible fantasía literaria, que no pasó desapercibida al público que la contempló en su tiempo.
Atadas con cadenas o cautivas en un harén, sus mujeres ideales, morbosamente deformadas en su abandono contemplativo a un placer fuera de la realidad, se han imaginado como la antítesis más opuesta, quizá complementaria, a la virtuosa razón que encarnaba entonces lo viril.

Nuevos retratos

Louis-François Bertin, 1832
Ingres, consciente de que la pintura de historia nunca satisfaría las ambiciones que había depositado en ella, se dedicó, tras su regreso de Italia, a repensar sus lienzos literarios y eróticos, pero sobre todo a los retratos. Estos suponían la posibilidad de introducir innovaciones en un género de moda, aunque el artista nunca aceptó verse a sí mismo como retratista.
El de Monsieur Bertin y el Ferdinand-Philippe de Orleans fueron, junto al del ministro Louis-Mathieu Molé (París, Louvre), las obras clave de su consagración como retratista de la alta sociedad parisina. El público y la crítica permanecieron muy atentos a las entregas de nuevos retratos de quien estaba inmortalizando a los protagonistas decisivos de la sociedad francesa.
Si en sus retratos masculinos se concentró en la descripción psicológica del personaje, al que procuraba una puesta en escena sobria y contenida, en los femeninos, aparentemente menos introspectivos, se mostró muy atento a los detalles de la moda. Tanto unos como otros encajan hoy, sin embargo, en el ideal baudeleriano de “verdadero retrato” como “reconstrucción ideal de los individuos”.

La pintura religiosa

La Virgen adorando la Sagrada Forma, 1854
Aunque para la crítica europea de arte de su tiempo el lugar de lo religioso lo ocuparon los pintores nazarenos, con Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) a la cabeza, Ingres planteó una alternativa sólida a la pintura cristiana del maestro alemán, con la que intentó construirse su más sólido prestigio como pintor de historia. Para el artista que inventó la “religión del arte” y que veneraba a Rafael como primer apóstol de la belleza formal, no fue fácil hacerse un hueco en ese acotado terreno artístico; pero su recurrente interés por los asuntos religiosos, que ocuparon buena parte de su trayectoria, le llevó a afrontar composiciones monumentales de ambientación histórica, en las que alternó un tratamiento épico, como en el Martirio de san Sinforiano (Autún, catedral), con otro más icónico, como en el Voto de Luis XIII (Montauban, catedral).
Con la elaboración de pequeñas composiciones devotas, concentradas sobre todo en la figura de la Virgen María, obtuvo un gran éxito entre su clientela, pero también de crítica y entre un público cada vez más amplio, que las reclamó reproducidas en estampas.

Suntuosa desnudez

El Baño Turco, 1862
Para su célebre Baño turco, Ingres se inspiró en los fragmentos de un relato dieciochesco -redactado por la esposa de un embajador inglés, Lady Montagu, tras su visita a un baño turco-, en los que se describe cómo unas mujeres se acicalan para la boda de una de ellas. Ingres creó así la cálida y acuosa sensualidad de una escena vetada al ojo masculino. Concluido cuando contaba ochenta y dos años, su ejecución debió desvelarle durante mucho tiempo, pues se conoce que trabajó en él durante años, dibujando y estudiando el argumento para acomodarlo a su propia estética. Primero lo llevó a un soporte cuadrangular, pero, persuadido por la carga erótica del cuadro, decidió convertirlo en un tondo. Ese nuevo formato, cuya circularidad no hacía sino subrayar la sinuosidad musical de las opulentas curvas sirvió para ofrecer también una contemplación más reservada.
Esplendor de la idealización erótica del cuerpo femenino, en la que las colmadas curvaturas, ordenadas fragmentariamente, responden a una libido acumulativa, esta obra es una de las más genuinas imágenes de su arte. Revela además su amor por las variaciones y por las repeticiones del mismo asunto.

Últimos retratos

La condesa de Haussonville, 1845
Desde el comienzo de su trayectoria Ingres fue un devoto del universo de lo femenino. Espectador indiscreto del espectáculo erótico de mujeres ideales, también fue el creador de la imagen más sofisticada de señoras con la mejor reputación. Atento como pocos a los vaivenes de la naciente industria de la moda, Ingres discutió y decidió con sus clientas hasta los más mínimos arreglos y detalles para sus retratos. Pero su privilegiada posición le permitió en realidad llegar mucho más lejos, pues como revelase Baudelaire: “El señor Ingres elige sus modelos, y elige, hay que reconocerlo, con un tacto maravilloso, las modelos más idóneas para hacer valer más su tipo de talento. Las bellas mujeres, las naturalezas suculentas, la salud reposada y floreciente, ¡he ahí su triunfo y su alegría!”.
Ingres, que había soportado las críticas a su excesivo idealismo durante toda su carrera, parecía tomarse la revancha ahora con la exhibición realista de los detalles más mundanos, con las descripciones nítidas de las calidades táctiles de las telas, las carnes y los cabellos de sus modelos, haciendo de todo ello un prodigio artístico inédito. Sus retratos femeninos ofrecen, en definitiva, el disfrute de las formas depuradas y de los colores intensos, causantes de un placer sensual que competía conscientemente, en último término, con el arte naciente de la fotografía.